Parece una macabra trilogía la que padecen nuestro país y el norte de la región centroamericana debido a la inseguridad, violencia y criminalidad. Con este fenómeno, que tendencialmente apunta a ser un nebuloso triangulo de Las Bermudas, terminan chocando las más duras políticas gubernamentales en materia de seguridad pública, feneciendo los escasos recursos de que dispone el país y la confianza ciudadana.

Las condiciones que generaron este fenómeno de inseguridad fueron principalmente los decenios de injusticia, marginación económica y social y el subdesarrollo provocado; tema excluido -por falta de correlación- en la agenda de los Acuerdos de Paz y, por lo tanto, ausente en el proceso de reconstrucción de la posguerra. Asimismo ha sido inconcluso el desmontaje de los mecanismos auspiciadores de violencia como la proliferación de venta y tráfico de armas de fuego, y el contenido violento –detonador silencioso- de la programación recreativa de los principales medios de televisión que se expandieron después de la década de los noventa.

El periodo abierto después de la paz fue aprovechado por las élites económicas y políticas conservadoras para implementar a fondo su modelo neoliberal privatizador, desmontando las perspectivas del incipiente control del Estado sobre el mercado y las capacidades productivas del país, iniciadas con el proceso de industrialización que comenzó en los años cincuenta. Este cambio de modelo económico condenó a miles de obreros industriales y agropecuarios a la informalidad y creciente confinamiento en los precarios cordones marginales, sobreviviendo apenas con un mísero ingreso, mientras galopaba a toda velocidad el alto costo de la vida producido por la dolarización.

Esta imposición neoliberal, profundizó la migración de varios millones de compatriotas que se vieron expulsados del país, sin esperanzas, que encontraron en la diáspora una manera de forjarse un mejor futuro; poniendo en evidencia su laboriosidad y capacidad de progreso, ante la falta de oportunidades en el suelo que los vio nacer. Estos migrantes con su sacrificio han construido uno de los mayores pilares de sostenimiento económico para sus familias y el país. Sin embargo, lo que para muchos fue solución, también ha tenido el costo de una dolorosa desintegración familiar con trágicas consecuencias y el crecimiento de un híbrido cultural que amalgama virtudes y muchos retos.

La organización, proliferación, violencia y criminalidad de pandillas estuvo desde sus inicios íntimamente adosado al crecimiento del éxodo migratorio; fue importado e incubado con el incremento de las deportaciones de miles de jóvenes, de los cuales muchos adquirieron los vicios de las calles y barrios en aquella sociedad norteamericana, así

 

lo demuestran distintos estudios sobre el origen de este grave problema y lo ratifica el mapa social sobre el flujo de los volúmenes de migrantes irregulares de los países del Triángulo Norte y México. Este reflujo constituye uno de los focos de mayor crecimiento para estas organizaciones criminales que, al volver a comunidades que siguen viviendo en paupérrimas condiciones de marginalidad y precariedad, continúan reproduciendo el ciclo recurrente de inseguridad, violencia y criminalidad; expulsando a la condición de nuevos migrantes víctimas, además de la pobreza, por las amenazas de la violencia recurrente.

Hasta hoy es difuso lo que se conoce del “Plan de Control Territorial”, la experiencia demuestra la peligrosa movilidad de las pandillas en los territorios, por lo que el supuesto control en solo 17 municipios, desprotege amplios territorios. El hermetismo de los planes de seguridad del presidente Bukele podría ser producto de la poca sustentabilidad -que más parece un reciclaje de los fallidos “Programas de Mano Dura” de los gobiernos de Arena-. Su demanda de millonarios recursos por más de 600 millones para financiar desconocidos planes durante tres años, no esclarece de manera fundamentada y transparente el rumbo de su estrategia.

La seguridad pública, si bien es competencia gubernamental, es una tarea que nos compete a todos por el riesgo que representa para la población en general, esto implica el pleno conocimiento e involucramiento ciudadano sobre estas políticas de gobierno, la instalación de mecanismos de diálogo entre todos los actores -con excepción de los grupos criminales de pandillas-, claridad sobre las políticas, planes y programas de prevención; reinserción y fortalecimiento de las instituciones involucradas y especialmente el origen de los recursos a destinar. Además, implica el acceso comprobable a la información periódica sobre los estragos de esta violencia.