A Beatriz Alcaine. Por la Luna. Por la inspiración.

 

En la sala de mi casa yace la silla de un salvadoreño decente. Ahora está vacía. Triste. La siento fría.

Nunca podré jamás explicar el sortilegio o primer amor que provocó en los salvadoreños cuando, casi de la nada o de la paz del caos, apareció en la Zona Rosa “Punto Literario.” Fruto maduro de varias cosechas de todo un movimiento cultural que resurgió a la luz luego de la firma de los Acuerdos de Paz. Un paréntesis por favor. La punta de lanza de ese movimiento fue “La Luna Casa y Arte”. Es importante mencionarlo porque era una de las fuentes donde ese salvadoreño decente de la silla que hoy está triste y vacía bebía el espíritu promisorio de ese El Salvador. Gracias. Regreso al “punto”. Decía que ese fue un lugar de extraordinario ejercicio de “cultura meets art meets food.” Muy adelantado a su tiempo debo decir. Nobleza Obliga. Vibrante en su calma.

A la izquierda, la librería. A la derecha, el bistró. Entre ellos, el portal. El portal. Quizás todo se trataba de ese portal que recuerdo tenía apetito pantagruélico por sibaritas y amantes del arte. Una vez alguien cruzaba la enorme puerta de cristal empotrada en dos hojas guardianas sin prohibiciones ni granos de granada, el universo era posible. La verdad es que entre libros todo es posible. Una tarde, no especial debo decirlo ya que caso contrario mi asidua frecuencia lo desvirtuaría –ahí se nutrió mi frugal y personal biblioteca de cine- fue que vi y me maravillé fulminante y raudo ante tal impasividad en su humildad. Frente a mí tenía a la silla de un salvadoreño decente.

Imposible haberla encontrado en otro lugar. Modesta, clavada entre los estantes llenos de libros y el mostrador de pago, la admiré como por diez minutos. En contemplación y anhelo. No tuve el valor de sentarme en ella. Fue por esta silla que su creador ganó entre otros, un premio internacional de diseño de mueble en Estados Unidos. Era tan simple, pero de líneas tan hermosas que elevaba la funcionabilidad a pieza de arte. Una sola hoja de acero inoxidable doblada y primorosamente empotrada en un marco de madera clara; listones de tres dedos de ancho. Sólidos. Unidos. Desde cualquier ángulo que se mirara, parecían –acero y madera- un solo conjunto tan cuadrado como la Tierra. Calma. Calma. Como símbolo de lo que en la Tierra se ha creado.

Algo en la silla hablaba en términos materiales de elegancia y sí, cierto lujo. Aunque lo que siempre llamará la atención es su espíritu. Su voz sencilla. Su bohemia con clase desenfadada; cálida al poco tiempo de estar sentado en ella. Sin necesidad de impresionar era bella en su simpleza. La silla estaba a la venta y fue inevitable.



Palpitante me acerqué al mostrador para preguntar por su precio.

 

- El que la hizo no está y no me dejó cuánto cuesta.

 

- ¿Podría contactarme con él?

 

- No tenemos su teléfono.

 

Di a la cajera con anticipación característica el número de mi teléfono celular, el de mi oficina y el de mi casa.

 

- A cualquiera de ellos me pueden llamar cuando tenga el precio de la silla. ¿Cree que sea esta semana?

Pasó un mes. Y nada. Comencé a desembarcar por la librería casi semanalmente. Hubo semanas en las que pasé más de dos veces. Pudiera comprar un nuevo libro o no. Por lo general, no. En realidad, no importaba. Casi siempre terminaría feliz rumiando la espera, junto al extraordinario pastel de chocolate del bistró. Y un espresso doble.

 

- Sin azúcar ni leche, por favor-, decía siempre.

Pasó el tiempo. Pasé yo muchas veces por la librería bistró sin resultado alguno. Hasta que un día la silla desapareció. Súbita y en silencio. Sin decir adiós.

Algún tiempo después, cerca de la hora de salida, el vigilante llamó a mi oficina. Me traían un mueble. Me extrañó mucho ya que no recordaba haber comprado uno recientemente. Camino al estacionamiento mi mente era un furor de búsqueda entre recuerdos y alucinaciones, infructuosa por cierto ya que, por mucho esfuerzo, no recordé compra reciente. Mucho menos se me ocurrió que podría ser aquella silla que tanto había esperado. No es que la hubiera olvidado. Todo lo contrario. Bajé la rampa. El motorista bajaba la silla de la cama de un pick up gris claro. Me entregó un sobre de papel manila.

 

- Acá le mandan.

 

- ¿Y esto?

 

- Solo me dijeron que le dejara esta silla a usted.

Había pasado poco más de año y medio desde que diera los números telefónicos a los que me podrían llamar para conocer por fin el precio. Necesité leer la carta para que mis ojos vieran que era verdad. La silla de acero y madera estaba de nuevo frente a mí.

 

- “Estimado Rolando: Antes que nada, disculpas por no haberme puesto en contacto con usted. No podía darle el precio de una silla que a mi criterio no podía vender porque tenía un defecto pequeño que me tardó todo este tiempo arreglar. De las ramas de una ceiba de la propiedad que fue de mis abuelos volví a hacer una nueva silla en la que corregí lo que no me gustaba de la otra. Agradezco su paciencia y espera por lo que le regalo esta nueva silla que espero la disfrute. Quedó cómoda. …”

Al siguiente día compré una botella de vino para acompañar mi propia carta de agradecimiento. Resignado, creyendo al menos tener un buen gracias entre manos, fui a su oficina a la hora de mi almuerzo. Se encontraba fuera del país. Pasaron un par de días antes de recibir una llamada suya. Fue para agradecer mi gesto de agradecimiento. Por mi parte aproveché la llamada para expresarle directamente mi agradecimiento. Por la llamada primero. De nuevo por la silla; siempre atesoré la lección de respeto a la palabra empeñada e integridad, recibida. La rectitud de ser incapaz de vendérmela a pesar de que difícilmente un mortal cualquiera pudiera notar sus defectos. Nunca pude agradecerle cara a cara. Hasta hoy.

Han pasado casi nueve años desde entonces. Aún me parece una silla con arte en su alma. Sin imaginar los días aciagos presentes, siempre me referí a ella como la silla de un salvadoreño decente. Pueda ser porque cada vez que la contemplo me recuerda, por sobre todas las cosas, ese gesto tan simple, tan pequeño y al mismo tiempo tan decente como transformador, alquímico y mágico.

 

- Se la puedo vender así- hubiera dicho un gandul. No él. Eso es integridad. Para consigo mismo; para con su arte. Para con su pasión que era diseñar muebles.

Quiero pensar que cuando la diseñaba, deslizaba formas sobre el papel a la espera fortuita de que la hebra hilada por Cloto le alcanzara para ver un día que, ineludiblemente sin importar el origen del ciudadano que la adquiriera, terminara siempre sentándose en ella, un hombre decente. No la vendió. La regaló. La silla hecha con madera de una ceiba vinculada con la sangre ancestral de sus antepasados.

No sabría decir si un día volverá a sentarse en ella otro salvadoreño decente. Quizás sí. Lo quisiera. Sonará a utopía, pero si las utopías alimentan realidades puede llegarnos el día en que baste un tan solo salvadoreño decente que inspire a los demás, no a seguirlo, sino a imitarle en su decencia. Espero que sí. Por nuestro país que hoy ante las voces que se han alzado iluminando al ser real detrás de una silla que, a pesar de ser galardonada internacionalmente, siempre estará frente a nosotros sin perder su carácter sencillo. El Salvador ha perdido a un ciudadano decente. Gracias arquitecto Javier Cristiani por la silla, hoy vacía; hoy muy triste. Sé que pronto dejará de sentirse fría en la sala de mi hogar. De cualquier forma, gracias, Javier. Por haber sido un salvadoreño decente.