Hace menos de un mes que la alcaldesa de Antiguo Cuscatlán, Milagro Navas, pedía a su propio partido: “dejar los colores políticos donde corresponden”, ya que en la actual coyuntura marcada por la pandemia: “quien nos necesita es la gente”, aseguró la veterana política de derecha.

Su mensaje, que resonó fuerte y claro en medios de comunicación y redes sociales, parecía agregar una nueva connotación negativa a la actividad político partidaria, a la vez que guarda bastante similitud, con el énfasis que últimamente se hace desde otros discursos públicos, a la supuesta necesidad de “despartidizar” la actividad pública dentro de aquellos que son los órganos políticos por excelencia, aquellos en los que solo se puede participar, si el candidato o la candidata son electos mediante al voto popular mayoritario, y gracias a la presentación de un programa político diferenciador con respecto al de sus contendientes, el cual, le otorga al vencedor de la contienda, la legitimación democrática necesaria para llevarlo a la práctica mediante el ejercicio del cargo.

Ignorar la validez al menos conceptual de este proceso dinámico, entre filiación partidaria, visión de país y legitimación popular, sería un contrasentido con respecto a los valores esenciales de la democracia, equivalente a optar por la práctica colonial del reparto hereditario de los cargos públicos, o a la compra de estos por grupos interesados, o desde posturas más extremas, a la integración por la fuerza de los mismos, como era lo usual durante la primera mitad del siglo pasado, cuando las reformas constitucionales y la sucesión presidencial eran resultado de una asonada militar.

Y es que “los colores políticos” -como les llamó la alcaldesa Navas- siguen siendo importantes, no tanto los símbolos externos a los que pareciera que quiso hacer referencia, sino el ideario diferenciador que cada partido político sostiene, ya que la política como actividad pública, es una carrera al servicio de la colectividad, en donde la oportunidad de resolver las urgentes necesidades, mediante la construcción de una realidad anunciada en los postulados de la organización política a la que se pertenece, son lo que permitirán al elector tener claras las expectativas sobre cada candidato o funcionario, conocer sus énfasis pero también sus limitaciones y afinidades, en suma: la visión del país al que pretende servir y a la que cada votante puede sumarse o alejarse, optando por alguno de los otros contendientes.

Por eso es más urgente que nunca el ejercicio de la política, porque la pandemia nos ha dejado una sociedad trastornada y una legalidad trastocada, en la que el miedo se impuso a la necesidad de estabilidad y en la que sucesivos decretos ejecutivos dieron al traste con la poca institucionalidad que quedaba desde los acuerdos de paz. La política, la verdadera política que tiene su origen en la idea de servicio y de “legado”, de encomienda individual de los bienes y recursos públicos que son limitados y escasos, y que más temprano que tarde deberán entregarse a un sucesor, dando cuenta de todo ello, es la actividad más urgente que invita a los mejores a involucrarse en los asuntos que hasta ahora han visto como ajenos, en manos de una clase política que se ha servido de lo publico en lugar de servir al público.

Las declaraciones de la alcaldesa Navas podrán parecer repetitivas, pero no pueden dejarnos indiferentes. ¿Por qué considerar un estorbo para el servicio al público la filiación partidaria? ¿Quién necesitaba a los políticos antes que “la gente”? Es precisamente de esta lógica utilitarista de los políticos tradicionales, que surgen las aspiraciones autoritarias del presidente de turno, y su peligrosa urgencia por destruir lo que aún puede ser transformado y mejorado, o de imponer antes que negociar y convencer, porque insisto, para eso sirve la política, para dialogar y construir acuerdos, no para usar el espacio público como medio de ataques y recriminaciones mutuas.

No, no son las banderas políticas las que estorban, es el olvido de estas y la falta de convicciones democráticas lo que nos ha llevado como país, al rincón oscuro y movedizo en el que por ahora nos encontramos.