Con la caída de las dictaduras militares del último cuarto de siglo del milenio anterior, ya sea por revoluciones triunfantes o por sendos procesos de solución negociada como en El Salvador, se abrió una fuerte corriente democratizadora que fue tomando fuerza y conciencia sobre la necesidad de transformar anquilosadas instituciones del Estado que generalmente operaron a favor de intereses corporativos, o sencillamente de manera ineficiente, procurando volcarlas de manera efectiva al interés público, compleja tarea todavía en proceso. Alcanzar el éxito en esta empresa requiere del empoderamiento ciudadano como sujetos de derechos capaces de decidir por su propio destino, esta vez por la vía democrática electoral, para ejercer su derecho al control y fiscalización sobre las instituciones estatales a partir de la aprobación de herramientas como la ley y el andamiaje institucional para el acceso a la información pública.

Hasta hace un quinquenio, 22 países de América contaban con leyes e instituciones para el acceso a la información bajo la premisa de facilitar la búsqueda y recepción de datos de calidad resguardados en poder del Estado, bajo la premisa de involucrar a la ciudadanía en la vigilancia del contenido de las políticas públicas, la supervisión de la capacidad de gestión gubernamental y de apreciar la calidad de la gobernabilidad democrática, para construir, paso a paso, una cultura de fiscalización social que asegure para el mediano y largo plazo transparencia, efectividad y sustentabilidad de las políticas públicas.

Con la aprobación de La Ley de Acceso a la Información Pública (LAIP) en el 2011, inició en El Salvador un inédito y complejo proceso que puso a prueba la voluntad de la administración Funes. Solo en el poder Ejecutivo abrieron 74 oficinas dedicadas a la información y respuesta (OIR) y se acompañó desde la entonces Subsecretaría de Transparencia la creación de estas en el resto de poderes del Estado y municipalidades, iniciando un largo camino que este año cumple una década. No fue sencilla la transición para asimilar una ley avanzada en el ideario de funcionarios y trabajadores públicos cultivados en la reserva, tampoco ha sido fácil la operatividad de la norma debido a las limitaciones presupuestarias, escasa infraestructura y recursos con que opera la administración pública.

Transcurrida una década en la aplicación de la LAIP es notable el progreso en la calidad del periodismo de investigación, de académicos y universidades, organizaciones especializadas y sectores que a partir de la difusión de sus trabajos de investigación están contribuyendo al crecimiento del ejercicio de ciudadanía, aportando mejor capacidad de deliberación y mayor calidad política en la evaluación de la gestión pública y en la promoción de la rendición de cuentas. Estos pasos también han contribuido a generar mayor conciencia ciudadana para enfrentar con mejores herramientas el flagelo de la corrupción y la impunidad.

Generar una cultura plena de acceso a la información pública no significa fomentar el morbo curioso, es el énfasis por mejorar la calidad de vida de la gente desde una efectiva gobernabilidad democrática. La información permite herramientas para: proteger mejor el medio ambiente, reducir riesgos incrementando la capacidad de prevención y respuesta en un territorio tan vulnerable; demandar una mejor cobertura y calidad de los servicios de educación, salud y seguridad pública; ampliar el horizonte de oportunidades desde la perspectiva de una limpia y equitativa competencia en finanzas y productividad. Todo esto exige una actitud institucional de adelantarse a la demanda de información, asegurando el fácil acceso, la calidad y oportunidad.

Sin embargo, lejos de avanzar, estamos retrocediendo aceleradamente debido a la política del régimen de Bukele desmontando los avances del acceso a la información pública que va desde el ataque permanente a la institucionalidad, autonomía e independencia del Instituto hasta imponer titulares sometidos al control de su gobierno, pasando por la orden de ocultar información relevante sobre el millonario gasto durante la epidemia y, últimamente, con la destitución arbitraria de titulares del IAIP; sin olvidar la descalificación al trabajo de investigación periodística y de instituciones especializadas o los abusivos cambios reglamentarios para impedir el acceso a lo que es naturalmente público: la información generada de cada centavo que se gaste.

Limitar el derecho de acceso a la información pública cierra la puerta al ejercicio de otros derechos económicos, sociales y culturales ¿Qué hará la ciudadanía frente a semejante vulneración?