A mí nunca me ha gustado eso de las amnistías. Eso de perdonar en un solo atarrayazo a todos por igual, aunque haya crímenes de lesa humanidad, siempre me ha parecido insultante para las víctimas de todos los bandos. Pero bueno, yo solo soy un periodista.

Una de las razones por las que siempre pensé que no debió haber habido amnistía después de la guerra es porque quizás si se hubiera castigado ejemplarmente a unos cuantos asesinos y violadores de derechos humanos, tal vez no hubiéramos tenido la ola de impunidad que aún sufrimos un cuarto de siglo después de terminado el conflicto armado.

Por otro lado, siempre me he preguntado de la conveniencia de pasar reabriendo los casos de la guerra por los siglos de los siglos. Es un dilema terrible.

Yo tengo amigos que perdieron a sus familiares a manos de la guerrilla, del Ejército o de escuadrones de la muerte de derecha. En todos ellos prevalece el dolor profundo de la pérdida de sus seres queridos y de la impunidad derivada. Algunos de ellos han visto a los responsables de esos crímenes caminar libremente en nuestras calles y hasta volverse funcionarios. Terrible. Doloroso hasta los huesos. Las crueldades de la guerra fueron una gran realidad y no una leyenda como dijo desafortunadamente el ministro de Defensa hace unos días.

Ahora que se discute nuevamente de amnistía hay que pensar no solo en salvar a los victimarios de una segura persecución judicial, sino de esa justicia restaurativa de la que tanto se habla y que debe pasar por la admisión de culpas, un pedido público de perdón y la exclusión de los culpables de todo cargo público. Ojalá que el acuerdo que buscan los diputados no sea otra amnistía más con distinto nombre, si no, no habremos avanzado nada.