Chile, el país que despertaba admiración por su modelo de democracia y convivencia en la región, ha estallado en protestas casi incontrolables de sectores que no se sienten ni representados políticamente, ni tampoco parte del desarrollo económico que ha hecho que ese país pueda destacar en medio de una América del Sur convulsa e inestable.

El detonante es una compleja situación socioeconómica de la que se han aprovechado grupos radicalizados de izquierda y anárquicos. Esos ataques de sectores radicales se han servido de las demandas legítimas de los usuarios de servicios públicos para atacar y destruir empresas, propiedad pública, medios de comunicación, etc.

Las lecciones de Chile son al menos dos: que la exigencia ciudadana de mayor cobertura en la prestación de servicios básicos puede dar paso a la violencia, si ésta se mantiene en la insatisfacción, y que la respuesta estatal a dichas protestas no puede ser en un primer momento la represión.

Los costos políticos y humanos son demasiado altos para que el desgobierno y la violencia, sean el costo a pagar por no contar con mecanismos de diálogo y representación ciudadana en las instituciones.

Chile está a miles de kilómetros de distancia. Las circunstancias que ahora enfrenta parecen demasiado cercanas a nuestro país.