Como un cuento de suspenso o una escena de película, así describían dos chicas que conversaban ayer por la mañana, en una unidad de transporte colectivo, la soledad de las calles y la agitación de personas que salían de sus casas.

No es para menos, una cuarentena domiciliar decretada el pasado sábado por el presidente de la República, Nayib Bukele, ha confinado a muchos al silencio de sus hogares y los ha mantenido frente a sus televisores por falta de interacción social.

Al llegar a una parada de buses, lo más admirable no es que la unidad de transporte pase cada 20 o 30 minutos, en algunos casos, sino lo vacío del viaje. Un pasajero por asiento, todos con mascarillas, incluso de tela aunque esta no sirva de nada. Lo sorprendente fue ver a un hombre, entre 30 y 40 años de edad, usando una mascarilla con filtro, de esas negras que parecen sacadas de una cinta de Batman. De lo más rara. Un joven que vio al caballero clavó sus ojos sorpresivos en su rostro. Por un momento, también lo hice. En la unidad de transporte, todos estaban guardando la distancia con otros, hasta la señora con cesta que se bajó muy cerca de un mercado y comenzó a caminar para alcanzar a otros. El resto seguía en el bus esperando llegar a su destino; distanciados, pero hablando con el de adelante o el de atrás, depende la conexión del momento. Ese era el panorama en el segundo día de cuarentena domiciliar al interior de un autobús.

Quien ahora escribe no se imaginó ver alguna vez un retén militar en una carretera transitada a diario. Algunas personas preguntando dónde deben ir por sus cartas para abrir sus comercios o ir a trabajar a diversos negocios; otros, en tanto, ecuánimes, caminando por las calles de una ciudad de San Salvador como Juan por su casa, sin miedo, sin inmutarse.

“Pero es que no es nada como en la guerra”, dijo uno que alcancé a escuchar al fondo, después de pasar la zona donde estaban los militares en un retén que parecía barricada.

El resto del recorrido fue tranquilo, se bajaba uno y se subía otro. Así el viaje hasta llegar al centro de San Salvador, donde policías y militares estaban pendientes de quién entraba o salía alrededor de un mercado. El transporte público capitalino parecía escaso.

Las plazas vacías, las farmacias abiertas, dos taxistas en aceras diferentes, gente sola caminando; personas enseñando su Documento Único de Identidad a las autoridades, muy cerca de un banco, donde sí había muchos salvadoreños a la espera de ingresar para realizar sus trámites o retirar efectivo.

Una cuadra más arriba, en otro banco, más personas haciendo fila. Sobre la misma avenida, un supermercado reconocido abría y cerraba sus puertas para el ingreso y salida de clientes, que también esperaban por abastecerse de productos básicos.

Un pequeño expendio cerca del Parque Infantil era el único puesto informal abierto durante la mañana. El recorrido parecía desolador y cada vez me convencía que la escena era como decían aquellas chicas; sí, de película, jamás vista, jamás vivida y, posiblemente, jamás olvidada.