Curioso que es uno, posibilita encontrar lo que quizás no pensaba. Pero el que busca, halla. Eso dicen y, en este caso, se me hizo. Hace unos días descubrí algo importante para los esfuerzos que desde hace más de dos décadas y media hemos hecho, tercamente, para superar la impunidad; hemos digo, porque el mismo no ha sido individual sino colectivo. Son dos sus puntos de partida. Primero: el compromiso establecido el 16 de enero de 1992 en Chapultepec, México, en el numeral cinco del primer capítulo del Acuerdo de paz de El Salvador firmado por la aún guerrilla y el entonces Gobierno para terminar su guerra.

El otro fue el caso del asesinato artero y cobarde de Ramón Mauricio García Prieto Giralt, el 10 de junio de 1994. Con sus padres, a quienes acompañamos desde finales de ese año y hasta la fecha, fuimos los primeros en ponerle signos de interrogación a lo que el mundo observaba admirado y aplaudía: la “exitosa” pacificación salvadoreña. ¡Desentonábamos, sin duda! Pero no es novedad alguna que esta tierra guanaca sea considerada “ejemplo” político a seguir en otras latitudes, como pasa ahora.

Por ello, en medio de una polémica oficial y pública sobre la eterna impunidad reinante, hoy solo me centraré en algo relacionado. Muchas veces he citado el referido compromiso y no me cansaré de hacerlo. Ambas partes reconocieron que era necesario “esclarecer y superar todo señalamiento” de oficiales militares por violar derechos humanos. Considerar y resolver eso se lo encomendaron a la Comisión de la Verdad. Pero “sin perjuicio del principio ‒también reconocido por las partes‒ de que hechos de esa naturaleza, independientemente del sector al que pertenecieren sus autores” debían “ser objeto de la actuación ejemplarizante de los tribunales de justicia”, para aplicarles “las sanciones contempladas por la ley”. Ojo: “independientemente del sector”.

Pero, contrario a lo pactado, decidieron fortalecer la impunidad amnistiándose. Ese fue el obstáculo que, durante 23 años, impidió deliberadamente favorecer a las víctimas y protegió a sus victimarios. Superado semejante valladar al lograr su inconstitucionalidad, ya tenían listo otro muro hasta ahora “infranqueable”: “no hay información”. ¡Punto! Esa excusa no es nueva, pero mientras la amnistía se mantuvo vigente no fue necesario esgrimirla.

La citada Comisión afirmó que sobre “los pedidos de informes formulados al Ministerio de Defensa, […] recibió respuestas a algunos [sic] de sus interrogantes. Sin embargo, un buen número […] fueron parciales”. En cuanto a “las solicitudes de informes que no fueron respondidas y que en algunos casos se referían a acontecimientos ocurridos antes de 1984”, dicho ente dijo que no contaban “con registros debido a que en aquel año fue completamente reestructurado el Estado Mayor”. Además se aseguró que no tenían información “desde enero de 1980”. Del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), sus respuestas “fueron también, en algunos casos, parciales. La ex comandancia atribuyó al carácter irregular de la guerra y a la consecuente ausencia de archivos, la imposibilidad de brindar información precisa a la Comisión”.

Así, en coherencia con el “pacto de impunidad”, ninguno de los seis comandantes generales de la Fuerza Armada en la posguerra ‒léase, los expresidentes, ordenó a su ministro respectivo abrir los archivos militares y entregar la información que las víctimas de sus atropellos han exigido siempre.

Lo único hecho a última hora y “a escondidas”, como cantaba Camilo Sesto, fue emitir el Decreto Ejecutivo 36. Timoratamente, pues, el 31 de mayo del presente año se creó la Comisión revisora de archivos militares relacionados al conflicto armado interno de El Salvador. En teoría, se trata de buscarlos y ubicarlos para “contribuir a garantizar a los operadores de justicia, así como a la sociedad salvadoreña, en especial a las víctimas de graves violaciones a derechos humanos y al derecho internacional humanitario, el acceso público, técnico y sistematizado” a los mismos, a fin de utilizar los “elementos probatorios” que contengan en la investigación y juzgamiento de los responsables de las atrocidades ocurridas.

Ese mismo día, el también integrante de la comandancia general guerrillera lo público en el Diario Oficial. Por tanto, entró en vigencia el sábado 8 de junio; Salvador Sánchez Cerén ya había sido chiflado en la plaza pública cuando entregó la banda presidencial y quien la recibió ‒Nayib Bukele‒ ya había ordenado pintar el muro externo de la III Brigada de Infantería para cubrir el nombre que se leía: Domingo Monterrosa, principal responsable de la masacre de El Mozote. Luego debió Bukele, pienso, instalar la mentada Comisión revisora; pero, que yo sepa, eso no ocurrió en sus primeros 100 días como comandante general de la milicia salvadoreña. ¿Lo hará?