Los hombres dan sentido a las instituciones. Esto significa que, aun con leyes imperfectas, una firme convicción, una férrea voluntad y un trabajo eficiente de los funcionarios, pueden hacer prodigios.

Hace falta buenas leyes, es cierto, pero ante la descomposición social y frente a la imperiosa necesidad de preservar el Estado de Derecho, que no valoramos en toda su magnitud, hace falta hombres y mujeres probos y enérgicos, poseídos por su vocación cívica, dispuestos a la acción, que alienten el sacrificado ejercicio del servicio público.

En efecto hace falta una amplia dosis colectiva de orgullo patriótico, capaz de imponerse sobre los intereses personales o sectoriales, para que las cosas mejoren en beneficio de todos. Cuando Locke y Montesquieu elaboraron, como fina estructura de relojería, un sistema de pesos y contrapesos en el propósito de frenar la tendencia absolutista del poder, asumían que en el nuevo escenario los titulares de las diferentes instituciones estarían a la altura de las exigencias democráticas.

Las instituciones son canales preestablecidos para el funcionamiento del sistema, pero la potencia, la sabia vital, la energía que lo pone en movimiento, es la conciencia y la voluntad de los funcionarios que están a la cabeza del ordenamiento jurídico. Sin esa conciencia, sin esa voluntad, el sistema se vuelve ineficaz, y el vacío que se produce tiende a ser llenado, inexorablemente, por el poder del más fuerte y más audaz, y aún más grave, por poderes exógenos de gran calado.

Por supuesto que no se trata de instar por la lucha de poderes. No. Una sabia disposición constitucional establece que los órganos del gobierno colaborarán entre sí en el ejercicio de las funciones públicas. Pero de eso, a producirse actuaciones complementarias con resultados sorprendentes -como en el caso de la resucitación de partidos políticos- hay un gran paso. Hemos visto moverse a los poderes públicos en direcciones extrañas, que pareciera que una mano oculta -y no nos referimos a la de Adam Smith- moviera los hilos políticos para hacer parecer blanco lo que es negro. No nos detendremos en ejemplos, pues sólo deseamos remarcar la necesidad de que los gobernantes, mandatarios del pueblo -no de un partido- le sirvan a su mandante con propiedad, con energía, con valor, con criterio propio, desempeñando cada quien el papel que legítimamente le corresponde.

En lo que atañe a los funcionarios del Órgano Judicial, vale al caso recordar las palabras de Piero Calamandrei, expresadas en su obra “Elogio de los Jueces escrito por un abogado”: “El autor, en muchos años de ejercicio de la profesión forense, se ha convencido de que cualquier perfeccionamiento de las leyes procesales quedaría en letra muerta si los jueces y los abogados no sintieran, como ley fundamental de la fisiología judicial, la inexorable acción complementaria, rítmica como el doble latido del corazón, de sus funciones. Sólo si los jueces y los abogados están dispuestos a reconocer la estrecha comunidad de sus destinos, que los constriñe, unidos al mismo deber, a encontrarse o a envilecerse juntos, podrán colaborar entre sí con ese espíritu de comprensión y estimación que amortigua los choques del debate y soluciona, al calor de la indulgencia humana, las dificultades de los peores formalismos”.

Hay que asumir con entereza la formidable carga que a los funcionarios judiciales impone la Constitución, cuando establece: “Los magistrados y los jueces, en lo referente al ejercicio de la función jurisdiccional, son independientes y están sometidos exclusivamente a la Constitución y a las leyes”.

La acción benéfica de la jurisdicción y la confianza en la administración de justicia, radican en la difundida convicción de que los jueces y magistrados son firmes en sus convicciones jurídicas, ajenos a presiones indebidas, para ejercer el apostolado de la justicia.

Alguna vez dijo don Francisco Carrara: “Cuando la política entra por la puerta en la casa de la justicia, ésta huye por la ventana y va a refugiarse al cielo”. No queremos que la justicia huya. La necesitamos en la tierra, aquí y ahora, en las manos de los hombres y las mujeres que dan sentido a las instituciones, para poder retenerla.