El jueves pasado hubo 24 homicidios en todo el país. La zona oriental, Santa Ana, La Libertad, Ahuachapán y el área metropolitana fueron de las zonas más afectadas. Hasta un agente de la PNC que visitaba a sus padres en El Tránsito, San Miguel, estuvo entre las víctimas. Ha sido el día más violento en lo que va del 2019.

El viernesy el fin de semana no fueron precisamente pacíficos tampoco. Lo cierto es que la administración del presidente Salvador Sánchez Cerén culminará su periodo con más de 23 mil homicidios, un récord macabro que lo hará pasar a la historia como el presidente con más homicidios en la historia de El Salvador. Esta administración también tiene otro récord: en el 2015, los homicidios se duplicaron llegando a 6,425, la cifra más alta en la historia del país.

El Gabinete de seguridad suele hablar de buenos resultados, de reducción de homicidios y otras cifras, sin mencionar esos macabros récords. Hay que tener claro que ese número horrible es un punto fundamental de la evaluación del periodo.

Pero no hay que ver los homicidios como meros números, hay una tragedia detrás de cada homicidio. Detrás de una línea amarilla y una víctima en el horizonte, hay una familia, el dolor que representa perder a ese hermano, hermana, hijo, hija, esposo, padre o madre. Cada persona que es asesinada y que aparece en la televisión o en los diarios, es un ser humano que planeaba ir a trabajar mañana, ir a la escuela, jugar fútbol o comprar las tortillas para la comida de los hijos.

Los asesinatos dejan un profundo dolor y resentimiento, especialmente en aquellos casos donde no se castiga a los hechores. Es una cadena de rabia que aqueja duramente a nuestra sociedad y que no sé cuántas generaciones tomará sanar. Ser indiferentes no va a solucionar la ola de violencia que sufrimos. Al contrario, la prolonga, la extiende. Estos récords son para preocuparse no solo por hoy sino por el futuro.