Los partidos políticos en El Salvador llevan muchos años de existencia. Comenzaron desde la época de la fallida Federación Centroamericana, cuando actuaban los llamados liberales y conservadores a lo largo y ancho del istmo. Era una época de aciertos y reveses, que generalmente concluían en ataques armados de un país contra otro pero que, a pesar de todo, fueron cimentando en la población el criterio de que los gobernantes solo podían acceder al mando republicano por medio de las elecciones, mismas que, según nuestra historia, se efectuaban en un inicio pronunciando los ciudadanos el nombre de su candidato a viva voz ante una mesa “ de notables” que llevaban el control de ese escrutinio rudimentario.

Cabe resaltar que desde 1821 hasta 1950 las mujeres estaban excluidas no solo de pertenecer a un partido político, sino a emitir sufragio en las elecciones. A pesar de esa absurda prohibición, en diversas etapas hubo mujeres valientes y decididas que desafiaron esa legislación, hasta el punto de lanzar “fuera de la ley” sus respectivas candidaturas presidenciales.

Después, vino la etapa de muchos años de duración donde los militares adquirieron “un derecho”, nunca formalizado en legislación alguna, de ser solo ellos los preferidos por sus partidos para postularse a los altos cargos públicos de la nación. De esa etapa nació la práctica nociva y antidemocrática de que los uniformados constituyeran, para sus fines individuales, lo que se dio en llamar “partidos oficiales” o “partidos únicos”, que con mil argucias y prácticas fraudulentas siempre resultaron “triunfadores” en cada elección presidencial, legislativa o municipal. Sin embargo, hubo tiempos muy raros dentro del “militarismo”, que algunos civiles alcanzaron la presidencia de la república, pero dentro del esquema del “unipartidismo”.

Allí podríamos decir que realmente lo que existía era una “partidocracia” que nunca escondió el rostro. En mis recuerdos de juventud, aún tengo presente cuando tanto los diputados, magistrados de la Corte Suprema de Justicia, alcaldes y hasta jueces de paz, eran “correligionarios” del partido de turno en el poder. ¿Había opositores al sistema? ¡Por supuesto! Pero sus concentraciones partidarias o sus reuniones proselitista eran tradicionalmente bloqueadas, atacadas y desbaratadas por policías y soldados, al mando de sus respectivos jefes de sección.

Vivimos por décadas dentro de una auténtica “dictadura de partido”, que en nada se diferenciaba a la que existía en la llamada Cortina de Hierro soviética de aquellos tiempos y que, según tenemos datos, es la que actualmente sufren naciones hermanas como Nicaragua, Cuba, Venezuela y Bolivia.

Después de la guerra fratricida, los Acuerdos de Paz y una Constitución cuyos postulados han sido observados con lente acuciosa y muy responsable, aparte de una toma de conciencia cívica muy significativa en la población salvadoreña, es muy difícil que un político actual o un partido en funciones, intente transformarse en líder único de la nación. La misma Carta Magna prohíbe la existencia de partidos oficiales, pues lo que puede denominarse “partido en el gobierno”, al final, resulta ser un eufemismo o una frase sin sentido, porque en nuestra realidad actual no hay ningún instituto político que tenga copadas todas las diversas instancias u organismos del Estado como tal, contribuyendo en fortalecer esa conciencia cívica muy loable, la libertad de prensa y expresión, cuya vigencia es celosamente guardada por los llamados “tanques de pensamiento”, asociaciones profesionales y empresariales, etc.

El uso masivo de las redes sociales ha añadido otro elemento de control, difusión y escrutinio sobre el quehacer de los tres órganos republicanos, la Fiscalía General de la República, Procuradurías y el mismo Tribunal Supremo Electoral, entre otras entidades. Con estas anotaciones no estoy dando por sentado que el sendero democrático ya está completamente asfaltado y solo queda rodar imperturbable el carro de la voluntad popular, según las circunstancias. Faltan algunos escollos que salvar, quedan cárcavas que rellenar, vacíos legales por cubrir; pero la seguridad democrática que, a su vez, está vigilada a nivel internacional, nos permite alentar esperanzas sólidas, no solo ilusiones pasajeras como en el pasado, que vamos alcanzando una madurez republicana ante los desafíos que presenta, desde ya, un mundo cada vez más sofisticado por su tecnología. ¿Tenemos realmente una partidocracia?