Los doctores relataron todo tipo de abusos como miembros de las brigadas médicas en el extranjero. / AFP


El inhóspito desierto del Kalahari fue la gota que derramó el vaso para Orazal Sánchez. Allí, donde “la arena es como talco y las alimañas acechan”, supo que abandonaría las misiones internacionalistas de médicos de Cuba. Lo que no sabía era que seguiría sintiéndose “esclavo”.

Tampoco lo sabían sus colegas Delia Estelles y Yolanda García, quienes, como él, ya no engrosan las filas del programa más lucrativo de Cuba, por el cual el gobierno de la isla exporta servicios profesionales a decenas de países y que supuso ingresos de $11.000 millones por año entre 2011 y 2015, según cifras oficiales.

Los tres doctores, que pidieron cambiar sus nombres para proteger a sus familias en Cuba, relataron a AFP todo tipo de abusos como miembros de las brigadas médicas en el extranjero inauguradas en 1963, uno de los programas insignia de la revolución de Fidel Castro.

Sus testimonios integran la denuncia que la asociación Cuban Prisoners Defenders (CPD) y la ONG Unión Patriótica de Cuba (Unpacu) radicaron en mayo en la Corte Penal Internacional, acusando de “crímenes de lesa humanidad” al expresidente de Cuba, Raúl Castro, y el actual mandatario, Miguel Díaz-Canel, entre otros altos responsables cubanos. “Les molesta la solidaridad y el ejemplo de Cuba”, tuiteó Díaz-Canel al conocerse la demanda.

Cuba defiende a rajatabla su “diplomacia de batas blancas” como una forma de “altruismo” en los sitios más remotos: al cierre de 2018, más de 34.000 profesionales de la salud cubanos trabajaban en 66 países, 25 de los cuales recibían colaboración gratuita, según el gobierno.

Pero Orazal, Delia y Yolanda deploran la “solidaridad falsa” de Cuba y la “complicidad” de los gobiernos contratistas, que permitieron perpetuar lo que describen como un “sistema de esclavitud moderna”. Y aunque los tres se forjaron una vida fuera de Cuba, no se sienten liberados.

“Lo triste es que seguimos siendo esclavos. Creemos que estamos libres, pero mientras tengamos familia en Cuba seguimos trabajando para ese sistema”, dice Orazal, el endocrinólogo de 40 años que se fue de Botsuana “no por las condiciones difíciles”, sino porque sintió que no podría soportar más “la vigilancia extrema, el control constante, la represión”.

Ya lo había sufrido en Haití, cuando recién graduado fue enviado en una “misión de colaboración” a través de una ONG canadiense. “Era como estar en una prisión”, afirma.

Delia, que estuvo en Guatemala y Brasil, dice que también se hartó del “acoso”, incluso “con intenciones sexuales”, de las “contribuciones forzadas” al Partido Comunista Cubano, del “adoctrinamiento político” y del reducido salario.