Primero fue en Culiacán. El poder de los carteles de la droga se impuso cuando las autoridades mexicanas quisieron arrestar al hijo del capo Joaquín “El Chapo Guzmán”, Ovidio. El gobierno de Andrés Manuel López Obrador mostró entonces toda su debilidad ante el crimen organizado y terminó liberando al peligroso delincuente, mientras sus sicarios disparaban a su antojo en la capital de Sinaloa.

Ahora, el horrible episodio ocurrido el lunes entre los estados de Chihuahua y Sonora, fronterizos con Estados Unidos y que dejó tres mujeres y seis niños mexicano-estadounidenses muertos, nos muestra la impunidad y la saña con que actúan los carteles de la droga.

Los centroamericanos ya conocemos de la saña de estos grupos criminales. Basta recordar aquella matanza de más de 70 migrantes en Tamaulipas y otras tantas muertes que ocurren tan frecuentemente que ya forman parte de la realidad cotidiana.

México no está lejos, es nuestro vecindario y se suele decir que es nuestro hermano mayor y, como tal, captamos mucho de ese hermano mayor, lo bueno y lo malo. De ahí que esa violencia de los carteles no es ningún ejemplo bueno para Centroamérica y El Salvador en particular, ya de por sí afectado por la violencia de las pandillas. Hay que estar atentos a estos hechos.