Para instalarse, una dictadura necesita varias condiciones. La primera es que exista alguien, una persona concreta —un político, un militar, un empresario ambicioso, un manipulador de masas—, con esa aspiración. La segunda es que exista una población dispuesta a conceder, al aspirante a tirano, su propia libertad, incluso anticipándose a darle poderes que en realidad no tiene.

Llamamos dictador al gobernante que no se satisface con el poder que le otorga la democracia. Siempre quiere más, aunque ello signifique trastocar los marcos democráticos. Su pretensión es controlar de tal forma la vida de sus gobernados, que casi cada decisión ajena pase por su mirada “paternal”. (Ojo: muchos notables opresores llegaron a convencerse a sí mismos de que “sabían” lo que más convenía a la gente, confundiendo realmente su tarea política, porque es obvio que los ciudadanos no elegimos a un gobernante para que tome decisiones por nosotros).

El aspirante a dictador, por tanto, empieza controlando la ejecución de las políticas públicas (que es la función, precisamente, del llamado Órgano Ejecutivo), pero luego también quiere hacer las leyes (órgano legislativo), desea aplicar las leyes (órgano judicial) y además decidir a quién se le aplica la ley y bajo qué cargos (función que corresponde exclusivamente a las fiscalías generales). No contento con ello, el déspota pretende que desaparezcan las entidades verificadoras del cumplimiento de la ley por parte de su gobierno (cortes de cuentas, tribunales de ética o procuradurías generales) ni quiere que se puedan denunciar sus actos arbitrarios (institutos de acceso a la información pública o procuradurías de derechos humanos).

De esta manera, acumulando cada vez más poder, el tirano va instalando lo que hoy conocemos como dictadura, sin contrapesos de ningún tipo y con una población cada vez menos capaz de luchar por sus libertades y derechos. Sin embargo, la primera condición necesaria para llegar a esta situación fue, como quedó dicho arriba, la aspiración totalitaria de una persona.

Pero las dictaduras, si bien requieren la existencia del ambicioso de turno, no prosperan allí donde la ciudadanía está atenta a defender su dignidad. He aquí, pues, la segunda y muy importante condición para que la opresión se instale: una población acobardada que va cediendo espacios y poderes, incluso antes que el propio aspirante a dictador los tenga en realidad.

En su libro “On Tyranny” (“Sobre la tiranía”), el historiador norteamericano Timothy Snyder apunta: “La mayor parte del poder del autoritarismo se otorga libremente. En la actualidad, las personas piensan por adelantado en lo que querrá un gobierno más represivo y luego le van otorgando todo eso sin que se les pida. Por supuesto, un ciudadano que se adapta a esta situación le está enseñando al poder lo que puede hacer”.

La obediencia anticipada es una verdadera tragedia para cualquier nación. Poblaciones enteras caen bajo dictaduras no porque hayan dejado de amar sus libertades, sino porque han ido entregándolas poco a poco, a fuerza de irse anticipando a situaciones que todavía no son reales. El miedo colectivo ejerce aquí una influencia decisiva, pues los ciudadanos, contagiándose entre sí de derrotismo, perdiendo batallas “por adelantado”, se autoconvencen de que cualquier tipo de resistencia es inútil.

Y no es así, desde luego. Una ciudadanía persuadida del poder real que tiene cuando conoce sus derechos y está organizada, es la peor noticia para los aspirantes a dictadores. Trataremos este aspecto en futuras entregas.