El pasado sábado 20 del presente mes, Nayib Bukele anunció la existencia a futuro de la “ciudad del bitcoin”. Para él en inglés; para mí, como debe ser, en español. Al siguiente día, mi segunda hija, recién graduada maestra en Ciencias Políticas, escribió esto: “Lo de ayer me dejó sin palabras. Tiene amenazadas a las oenegés con quitarles casi la mitad de sus fondos y quiere regalar exenciones de todos los impuestos a sus ‘bros’. Y celebran. Y mienten. Y se burlan. Estoy cansada de sentir tanta rabia todo el tiempo”. Luego del logro académico de ella sentí algo comparable, ciertamente, con “la más profunda alegría”; pero ahora, también me han “seguido la rabia” de Silvio, de mi Lya y otras tantas.

“La rabia simple del hombre silvestre” de ochenta años o más, a quien vi hace poco en una colonia “clasemediera” capitalina cargando ‒a las ocho de la mañana‒ una matata llena de naranjas para venderlas quién sabe dónde. “La rabia bomba, la rabia de muerte” que se pasea por el país cuando el pacto mafioso sufre algún descalabro que dura hasta que lo vuelven a renegociar y ajustar, para seguir incrementando la cantidad de “fosas comunes”. “La rabia imperio asesino de niños” en El Mozote, masacre en la que participaron sus asesores y que cumplirá cuatro décadas en la más despreciable impunidad. “La rabia se me ha podrido el cariño”, no el mío sino el de quienes se lo han profesado a falsos mesías y demás politicastros de hoy y antes. “La rabia madre, por Dios, tengo frío”; ese frío que cala hasta los huesos de quienes apenas sobreviven en la calle. “La rabia es mío, eso es mío, solo mío” y nunca nadie ‒que no sea de los suyos‒ podrá tener siquiera un poco.

“La rabia bebo, pero no me mojo; “bebo” del discurso de mi “compromiso” con la justicia, pero no me “mojo” para alcanzarla. “La rabia miedo a perder el manojo”, antes de dólares y ahora de la criptomoneda impuesta. “La rabia hijo, zapato de tierra” que patea el árido suelo nacional adonde se aloja la pobreza. “La rabia dame o te hago la guerra”, insolente “enemigo interno” patrón de “fuerzas oscuras”. “La rabia todo tiene su momento”, incluso la corrupción y la mentira. “La rabia el grito se lo lleva el viento”, cuando tras la protesta no existe organización. “La rabia el oro sobre la conciencia” de tantos que ayer y hoy, sin vergüenza, son los “mismos de siempre” reciclados. “La rabia coño, paciencia, paciencia” pero no con la estupidez y la indecencia.

Por todo eso y más, en este país la rabia ha sido y es “mi vocación”. Pero no la rabia contenida. Esa hay que convertirla en indignación, organización y acción ahora que =contrario al título del informe de la Comisión de la Verdad para El Salvador- desde hace años comenzamos a transitar de nuevo de la esperanza a la locura. Eso ha ocurrido varias veces a lo largo de nuestra historia. Dos ejemplos bastan. Encontramos esperanza en la proclama de la juventud militar del 15 de octubre de 1979; también en el Acuerdo de Ginebra, con el cual se inició en abril de 1990 lo que Naciones Unidas llamó “al camino de la paz”, y en el último firmado en Chapultepec en enero de 1992.

La locura comenzó a desatarse rápidamente tras 14 meses del “adiós a las armas”, cuando decidieron fortalecer la impunidad con la amnistía de 1993 aprobada cinco días después de la presentación pública del citado informe; es decir, el 20 de marzo de ese año. Locura creciente desde tiempos de Alfredo Cristiani, hasta la administración actual del autonombrado “emperador de El Salvador”.

Hoy en día, pues, a treinta años de distancia de aquella esperanza desperdiciada más que corriendo vamos volando -encaramados en el “platillo” del muchacho cuarentón- hacia una locura mayor. A ver cuánto le dura porque al menos yo y cada vez más gente, queremos evitar que el país termine siendo un inmenso sanatorio lleno de orates aplaudidores de tanta riesgosa chifladura. Mientras aquel sigue delirando con sus perturbaciones, continúan las desapariciones de jóvenes que no viven ni vivirán en las condiciones que anunció para favorecer unas muy dudosas “inversiones” porque para él, al igual que sus antecesores, las malignas raíces del sistema imperante son intocables. Por eso, nuestra empatía con el dolor de esas víctimas y sus familias debe empujarnos a buscar la forma de detener esta frenética carrera hacia un nuevo desbarajuste nacional.