Hace unos años conocí a un joven cuya esposa cuidaba a un par de ancianos en un pueblo de oriente el cual visitábamos con frecuencia. Tenía dos hijos a quienes solía llevar a la casa de los ancianos para poder comer un poco; el tipo de joven que les da “pena” hablar, con mirada triste propia de la pobreza. Lo habían deportado de Estados Unidos hacia más de 15 años y no podía encontrar trabajo estable pues se había realizado unos tatuajes durante su paso por las tierras del Tío Sam, seguramente no se imaginó que estos tatuajes un día lo llevarían a la muerte.

Él se ganaba unos pocos dólares haciendo pequeños trabajos, pero quien en realidad sostenía la casa era su esposa. Salía poco, tenía temor que lo confundieran con un pandillero”, salía a la cancha, pertenecía al equipo de fútbol local; damos fe que era muy querido en el pueblo.

Pero para él no hubo necesidad de salir de casa para encontrar su destino fatal. Hace unos días, aprovechando el estado de excepción vigente en El Salvador, fue sacado violentamente frente a sus pequeños hijos y detenido por “sospecha de ser pandillero”. Alguien había visto sus tatuajes y le había denunciado. Bastaron un par de días en el penal la Esperanza para que fuese golpeado sin piedad, su cráneo fuese fracturado, aun estando vivo le arrancaran la piel adonde estaban los tatuajes, tenía la marca la suela de las botas en el cuerpo. Según forenses, la causa de muerte fue “edema pulmonar”.

El odio es un veneno mental que contamina el espíritu, envenena el alma; el odio distorsiona la personalidad del que odia; simplemente empiezas a odiar y haces cosas irracionales; no puedes pensar cuando odias, no distingues entre el bien y el mal, confundes a inocentes con culpables. Si este odio es justificado por una razón justa o no y además fomentado por líderes, ideologías o creencias mezquinas y coprológicas, este se convierte en un fanatismo enfermizo, obsesivo, que sustituye la conciencia, se deja de funcionar como sujeto único y se vuelve un colectivo, en muchos casos se convierten en hordas enardecidas que despojan al supuesto enemigo de su condición humana.

Estoy convencido que a “Alex” lo mató el odio, el fanatismo obsesivo, el estigma, la inequidad, la pobreza, la discriminación; problemas sociales crónicos con bases estructurales muy enraizadas, esos mismos problemas que hacen que muchos “Alex” sigan huyendo de nuestros países. Este odio y fanatismo hace que a los salvadoreños ya no solo afuera del país se nos juzgue por nuestra procedencia, ahora en la misma tierra que nos vio nacer, al pobre, al desempleado y peor aún al deportado se le tilde injustamente de “contrabandistas, estafadores, hambrientos, somos los siempre sospechosos de todo” como bien lo describió Roque en su “Poema de amor”.

No justifico la violencia de las “Maras” y condeno enérgicamente todo acto de las misma, pero a “esos”, los deportados, los eternos indocumentados, a los marcados por un pasado, a “los tatuados”; los marginados, a todos los que son producto de un sistema cruel e injusto, a los siempre sospechosos de todo, no los olvidemos, que el odio y el fanatismo negativo no justifiquen nunca nuestros actos.