La Constitución de la República es la ley máxima que fundamenta la convivencia nacional y norma el funcionamiento de todas las instituciones del Estado y de los municipios, a fin de garantizar el exacto y debido cumplimiento de sus actividades, que deben estar encaminadas a mantener el respeto al orden jurídico e institucional, así como garantizar la dignidad humana para todos los habitantes de la nación, sin distingos de ninguna índole, para que fructifique el logro de una sociedad más humana, en un clima de libertad, democracia y justicia.

El único ente al que le corresponde redactar, discutir, aprobar y promulgar la Constitución es una Asamblea Constituyente, elegida mediante votación popular, igualitaria y secreta; pero, puede tener modificaciones de forma, por parte de una Asamblea Legislativa, excepto en las llamadas “normas pétreas”, y finalmente, su interpretación jurídica corresponderá únicamente al Órgano Judicial, por medio de la Sala Constitucional. Desafortunadamente, en los últimos meses hemos visto la comisión de actos, disposiciones y hasta pronunciamientos de varios funcionarios del Ejecutivo, incluso de la nueva Sala Constitucional, que riñen con los postulados consagrados en nuestra actual Constitución, lo cual ha originado protestas, señalamientos, etc. no sólo al interior del territorio nacional, sino en países e instituciones del extranjero, especialmente en los Estados Unidos de América y la Unión Europea.

Incluso, hasta el mismo vicepresidente de la República, Félix Ulloa, ha presentado un pliego de reformas constitucionales que afectan esas “normas pétreas” y, como cereza en el pastel, la Sala Constitucional anterior, elegida conforme a la ley y el Consejo Nacional de la Judicatura, fue destituida imprevistamente por decreto legislativo, sin ninguna base legal o constitucional, para ser sustituida, de inmediato, por una nueva Sala mediante un procedimiento anormal e injerencista, ante el estupor internacional que condenó ese golpe estatal, que no abona en nada a la presente administración presidencial y, lo peor, sin visos de una pronta rectificación.

Recientemente, se resucitó la causa fenecida referida a la repudiable masacre de los padres jesuitas de la UCA y dos empleadas domésticas, sucedida en el marco de la guerra civil sufrida hace muchos años, que constituye una abierta y flagrante violación a la norma constitucional contenida en el Art. 17 in initio que expresamente ordena que “ningún órgano, funcionario o autoridad podrá avocarse causas pendientes o abrir juicios o procedimientos fenecidos”, y cuya reapertura ni siquiera fue consultada a la jerarquía católica salvadoreña. Al punto que el mismo cardenal Gregorio Rosa Chávez la criticó recientemente, hasta decir que en nuestro país “la justicia se ha convertido en caricatura” y, a esos desaguisados antijurídicos, añadamos la abrupta e ilegal remoción de jueces y magistrados en los tribunales salvadoreños, únicamente por razones de edad, sustituyéndolos con juzgadores improvisados e inexpertos, quienes ocupan sus cargos sin haber cumplido los requisitos y pruebas que señala el Consejo Nacional de la Judicatura.

En este recuento escabroso, no podemos obviar el referirnos a la burla y descrédito que tanto el presidente Bukele, como diputados oficialistas y funcionarios, han hecho de los históricos Acuerdos de Paz, reconocidos mundialmente, firmados durante la administración del licenciado Alfredo Cristiani con la guerrilla beligerante, en el ambiente señorial del Palacio de Chapultepec, México, el 16 de enero de 1992, de cuya vigencia nacieron acuerdos importantes como el desmantelamiento de cuerpos represores como la Guardia Nacional, Policía Nacional, Policía de Hacienda y Policía de Aduanas, dirigidos por militares.

El nacimiento de instituciones nuevas y respetables como la Academia Nacional de Seguridad Pública (ANSP), cuyo primer director general fue el prestigioso abogado Dr. José Mario Bolaños Orellana (Q.E.P.D.), junto a un excelente Consejo Académico y diversos profesionales de valía, la cual se instauró como entidad formativa de la nueva Policía Nacional Civil, cuya institucionalidad fue calificada en una visita que nos hiciera don Felipe González, presidente entonces del Gobierno Español, como “el verdadero milagro de dichos Acuerdos” y que, seguramente, sirvió de base esencial para que las prístinas instituciones recibieran amplio apoyo de Estados Unidos de América, España, México, Brasil, Chile, Puerto Rico, Francia, Italia, Noruega, Suecia, etc, que enviaron oficiales de sus cuerpos policiales para capacitar a las primeras promociones de la PNC.

Mucho del avance democrático experimentado en el país, tiene por base la vigencia de tales Acuerdos, que hoy califican oficialmente, en forma absurda y antihistórica, como “farsa suscrita entre dos grupos extremistas”. Una cruel falacia que no vamos a replicar, porque los hechos demuestran, evidentemente, los muchos beneficios obtenidos. Eso nos alienta espiritual y patrióticamente.