En el debate político es muy frecuente decir que buena parte del hartazgo de los ciudadanos con las democracias deriva de que estas últimas no siempre producen los rendimientos esperados, en términos de mejora de las condiciones de vida y en la resolución de los problemas cotidianos; por tanto, dado que la democracia (o el régimen del Estado Democrático de Derecho) “no dan de comer”, quizá se debería probar con otras formas políticas que sí sean eficientes en la resolución de tales problemas.

Hace aproximadamente un siglo Max Weber analizaba los criterios de legitimidad del poder y le pareció encontrar tres, que son objeto de estudio incluso hoy: el tradicional, según el cual es precisamente la tradición quien designa al gobernante; el carismático, por el cual se acepta como titular del poder a quien supuestamente posee características extraordinarias, como valentía, sabiduría, linaje, liderazgo, etc.; y el que denominó criterio racional, según el cual, no se obedece al titular de un cargo, sino a la norma que crea dicho cargo y le atribuye sus competencias.

Es evidente que en los primeros dos casos no hay una delimitación clara de competencias y los servidores públicos no son profesionales sino diletantes; en el segundo caso sí, y precisamente los límites de la obediencia ciudadana están determinados por el mandato que otorgan a los funcionarios las normas constitucionales y legales; los servidores públicos están insertos en una carrera administrativa (es decir, son burócratas, en el sentido no peyorativo del término); las actuaciones de los funcionarios se documentan en expedientes y registros públicos, y están predeterminados los medios coactivos para hacer cumplir las órdenes que adoptan en sus respectivas competencias; las actuaciones de los funcionarios obedecen a los principios de objetividad e igualdad, de manera que se prestan los servicios y se cumplen las funciones públicas sin acepción de personas y cumpliendo los mandatos legales.

El debate ha continuado, y se ha postulado también la idea del rendimiento, es decir, la producción de resultados que cumplan las expectativas generales, o lo que es lo mismo, eficacia en alcanzar los objetivos esperados de cada una de las instituciones públicas; y también la idea de que la legitimidad no deriva del cumplimiento de ciertos valores materiales (justicia, igualdad o bien común), sino de que se haya seguido el procedimiento preestablecido, el cual determina de qué manera se han de producir válidamente los actos estatales: leyes, actos administrativos, sentencias, etc. Legitimidad por el procedimiento.

¿Qué decir de toda esta confluencia de criterios? En primer lugar, que no son excluyentes, sino complementarios; pero además, que debe tenerse mucho cuidado en absolutizar uno sobre los otros, pues ello produce resultados peligrosos para el buen funcionamiento de la democracia.

Por ejemplo, decir que lo más importante en el ejercicio del poder es la producción de resultados, como mejorar la economía, la seguridad, la educación o la salud, sin tomar en cuenta la forma en que se tuvo acceso al poder (si fue por elecciones libres o por un golpe de Estado o una ruptura de la Constitución); o de otra manera, afirmar que por haber ganado una elección con la mitad más uno de los votos válidos, se tiene plena legitimidad para gobernar de cualquier manera, sin considerar los límites que el orden jurídico impone a las actuaciones de los funcionarios electos (actuar “conforme a Derecho”), son reduccionismos inaceptables. Son pan para hoy, pero hambre para mañana.

Los resultados de algunas mediciones de opinión pública, según los cuales pareciera que los ciudadanos están dispuestos a una dictadura siempre que se mejore la seguridad, se reduzca el desempleo o se mejoren las condiciones de la infraestructura educativa, no son precisamente motivos para celebrar; también pueden ser causa de preocupación.

En nuestro país, seguimos sufriendo las consecuencias de formas autoritarias en el ejercicio del poder; es cierto que el proceso de desarrollo de prácticas democráticas es más lento, a veces genera la sensación de ineficiencia, pero es la única garantía de que el poder no termine socavando al derecho. El sistema constitucional integra todos los elementos de legitimidad mencionados, para asegurar que la eficiencia no sacrifique la democracia, y que no hipotequemos nuestro futuro por beneficios, reales o virtuales, del presente.