En El Salvador, después del fin de la guerra, en 1992, la ciudadanía consciente esperaba que hubiese, en varios ámbitos de la vida nacional, cambios sustantivos. Que se relajaran los excesos político-ideológicos y que el país todo se mirara al ombligo y pudiera encontrar un camino menos obstruido para la convivencia social. Eso debía llamarse reconciliación nacional y reconstrucción socioeconómica.

El conjunto de acuerdos, como producto de la negociación estratégica entre los campos enfrentados, no eran un dechado de virtudes, respondían, de algún modo, a una específica correlación de fuerzas. Por eso se sabía y se comprendía que eran incompletos. Pero eran perfectibles y sujetos a ampliarse e incluso dar lugar a otros acuerdos, ahora sí, en el marco de la paz alcanzada. Esa era la vana ilusión.

Los actores principales de la paz, que eran los mismos de la guerra, se engolosinaron con ese logro extraordinario que fue parar las maquinarias de guerra y partieron del supuesto falso de que la mesa estaba servida para que se despacharan a sus anchas.

Detener la guerra era muy difícil y sin embargo se logró. Pero buscar otro derrotero para el país, es decir, para refundarlo, requería algo que tenía cotas más altas y que ni el pragmatismo ni el realismo imperantes podían alcanzar. Se trataba de LEER de un modo distinto y profundo la realidad del país.Esto no sucedió y ahora tenemos este entuerto que hasta al amigo de Sancho Panza le asustaría, él que se especializaba en ‘desfacer’ entuertos.

Y es en este punto donde las nociones de poder y de leer deben situarse bien.

¿Con qué lecturas literarias, históricas y científicas llegaron a la mesa de negociación los factores de poder? La respuesta es obvia: con unas muy malas o quizá con ninguna. Salvo contadas excepciones individuales, de aquí y de allá, la lectura, como hábito consolidado, estaba entre los negociadores.

Y esta huella de la ‘no-lectura’ ha continuado ampliándose todo este tiempo.

¿La lectura frente al poder? Quizá. De hecho, muchos salvadoreños, hombres y mujeres, de varias generaciones, han pasado de largo por los libros, y de los de literatura, de buena literatura, en primer lugar, y esto ha permitido que las fuerzas políticas aviesas, viejas y nuevas, de antaño y de hoy, pongan sus pútridos huevos en sus mentes y por ello han podido ser tratados, y manipulados, como borregos.

La lectura genera ciudadanía crítica, abre conciencias, y es por eso que ningún gobierno en los últimos 100 años se ha atrevido a poner la lectura en el centro de la formación de los estudiantes. Alberto Masferrer, en 1914, en Leer y escribir, lo decía mejor: El pueblo, crédulo e irreflexivo, es presa fácil de conductores egoístas o ineptos.

Las carteras de Educación y de Cultura deberían prestar atención a esta maravillosa espátula que es la lectura, la lectura de buenos libros, y los literarios en primer término, porque son los que generan el hábito de leer y porque sientan las bases, para la ola expansiva de más lecturas en otros ámbitos.

No leer nos está condenando, como país, a quedarnos atrapados en la pequeña jaula en la que solo se podrán cantar canciones sosas y monótonas y apenas se podrán medio comprender no más de 15 palabras de mensaje de texto. ¡Qué horror de porvenir!

Por suerte, siempre hay desobedientes que se atreven, una y otra vez, a izar la bandera de la lectura.

El ejemplo del nuevo y progresista gobierno argentino, encabezado por Alberto Fernández, en materia de promoción de la lectura, podría ser útil entre nosotros. Allá, en Argentina, ha comenzado el despliegue de un incisivo Plan Nacional de Lecturas que contribuirá a recuperar el terreno perdido y a ampliar perspectivas.

Pero debe advertirse que un empeño como el del Plan Nacional de Lecturas exige un entramado institucional y una convergencia de voluntades (del aparato estatal, de los ‘motivadores’ de la lectura en las escuelas y colegios y del entorno familiar). ¡Toda una movilización nacional! Además, esto implica una articulación de la red de bibliotecas de todos los niveles y, por supuesto, la provisión de libros adecuados.

En fin, aquí en El Salvador, un diminuto país periférico, salimos de un charco y entramos a otro charco, y no parece haber salida viable. Ahora que se anuncia, a propósito de la cooperación china, la construcción de una impresionante biblioteca nacional, debería atarse tal infraestructura a un Plan Nacional de Lecturas. ¿Será que la acción de leer se impondrá sobre el espectáculo mediático?