Las encuestas publicadas la semana pasada reconocen al presidente Nayib Bukele como uno de los más populares del presente siglo, al menos durante sus primeros cien días de gestión. Superado únicamente por algunos expresidentes de la vieja derecha política y distanciándose en el aprecio público, con sobrada ventaja de los mandatarios de izquierda que lo precedieron, Bukele puede jactarse no solo de contar con el apoyo mayoritario, sino que además con un creciente respaldo a su equipo de gobierno.

Las razones son diversas, veamos al menos dos: el inmovilismo que caracterizó a la pasada administración en sus últimos años y la forma que tiene el mandatario de comunicar y ejecutar sus decisiones, independientemente de las consideraciones éticas y legales que se tenga al respecto.

Recordemos que en materia de seguridad, la administración Sánchez Cerén se tomó su tiempo para implementar soluciones que no permitían dudas ni mayor dilación: la recuperación de territorios controlados por las pandillas, el control de los centros penales y la depuración del personal a cargo de los mismos, eran problemas de sobra conocidos, cuya persistencia hacía más difícil la vida de miles de ciudadanos, que se encontraron vulnerables frente al poder de las mafias y carentes de auxilio y presencia estatal.

Ese mismo Gobierno que se mostraba inmovilizado por la duda política, por su incapacidad de conducción operativa y hasta tolerante con actos de impunidad que pudieran ser utilizados por sus adversarios políticos, llevó a sus funcionarios a mirar en otra dirección, mientras las denuncias de la comunidad internacional y de los medios de comunicación se acumulaban, ante las evidencias de una “guerra sucia”, que bajo el manto de la seguridad pública, ya comenzaba a cobrar sus víctimas entre los más jóvenes y más pobres de la sociedad.

Luego está el tema de la comunicación política, que según muestran las encuestas goza del beneplácito colectivo, pero que está minando algunos de los avances que en materia democrática se habían logrado desde los Acuerdos de Paz.

Esto último, porque el hecho de que el presidente imparta órdenes a través de redes sociales, sin intermediarios, y haciendo gala de la autoridad constitucional que indudablemente posee, no implica ni que estas órdenes sean legales o que las mismas no puedan tener consecuencias contraproducentes para la buena marcha del Estado, como cuando se trata de opiniones o reacciones a la crítica periodística o ciudadana y que exponen una vena autoritaria que es necesario mencionar y rechazar.

La popularidad de Bukele constituye un capital político no desdeñable, constituye un recurso útil para asegurar desde Presidencia la gobernabilidad del país, pero no es sinónimo de legitimidad constitucional.

Una de las principales atribuciones que la Constitución le confía es la de “procurar la armonía social”, obligación que no ha sido precisamente honrada, cuando desde una cadena de radio y televisión ha urgido a los diputados a limitarse a votar favorablemente por sus solicitudes de refuerzo presupuestario, sin mayor debate, que es la razón de ser de cualquier congreso, o cuando ha despreciado las ventajas de contar con el consenso del mismo parlamento para la creación de una comisión internacional contra la impunidad, cuestión que tiene las más diversas aristas jurídicas.

No se está hablando de contravenciones evidentes como la contratación de familiares o los cuestionamientos por haber recibido fondos durante su gestión municipal por parte de una empresa financiada a su vez por A Petróleos, el conglomerado creado por líderes del FMLN, sino de la falta de “talante democrático” para encarar una oposición política que es tan necesaria para la buena marcha del gobierno, como también lo es contar con las facultades para superarla mediante la implementación de políticas públicas exitosas, o que puedan llegar a considerarse como tales.

Todo esto se logra con una adecuada dosis de legitimidad. Porque en los tiempos actuales no basta con que las decisiones de un líder político y de su gabinete sean legales, deben además ser legítimas, y esto solo se logra teniendo en cuenta los más diversos puntos de vista, sin la precipitación o la crispación que ya caracterizo a algunos de sus predecesores en el cargo, teniendo en cuenta que no es posible gobernar como se lideraba una campaña política y que hasta el último de sus detractores merece consideración y respeto.

No puede gobernar solo, no podrá hacerlo todo solo, el presidente más popular de la historia debe convertirse pronto en el más dialogante de la historia antes de que la opción autoritaria sea el único camino. En cien días se aprende mucho, ahora quedan mil setecientos por recorrer.