Esta parece ser la única consigna que se respeta en el actual gobierno: proceder con base a leyes de emergencia que rebasan los límites constitucionales y hacerlo en un clima de opacidad que según el presidente y sus más cercanos colaboradores, los libra de controles externos e “intromisiones”, de los entes contralores del gasto público, no se diga del de la sociedad civil: recluida en una cuarentena domiciliar que ya parece permanente, e intimidada por el uso discrecional del aparato militar estatal, que este año se ha lucido irrespetando incluso el palacio legislativo.

Así se están manejando los asuntos públicos en el país, como si del patrimonio privado de una nueva estirpe familiar se tratara, ajustándose todo al guion de una puesta en escena que por repetida ya nos parece a todos predecible: propuestas presidenciales que llegan en el último minuto al órgano legislativo, acortando o eliminando los tiempos de discusión, campaña mediática o en redes sociales atacando a las voces disidentes o desacreditando a toda la oposición política, auto satisfacción tras la aprobación nocturna de los decretos enviados y, finalmente, emisión de decretos ejecutivos que bajo la excusa de hacer aplicables los legislativos, se extralimitan restringiendo derechos y garantías bajo la excusa de lograr un bien superior: la salud del pueblo.

Las contradicciones de las que adolece el actuar oficial, así como el discurso público pasan desapercibidas: la preeminencia del derecho a la vida sobre el resto de los derechos humanos, la administración de los centros de contención a cargo de militares y no de médicos, la obligatoriedad de un encierro que no garantiza la sobrevivencia de aquellos que no cuentan con reservas de alimentos, la suspensión de todo el transporte público dejando sin medios de circulación al mismo personal de los hospitales, y así hasta el infinito.

A todo esto se suma la incertidumbre y la falta de seguridad jurídica causada por la notificación de decretos presidenciales en horas nocturnas, omitiendo su publicación oportuna en el Diario Oficial, optando por hacerlo en redes sociales, como si el frenesí adolescente que muestra el presidente y sus más cercanos colaboradores, no fuera a tener consecuencias concretas en el mundo real y personal de cada salvadoreño.

Pareciera pues que de pronto amanecimos en un país desconocido, y peor aún, en donde algunas prácticas evidentemente inconstitucionales se están volviendo aceptables, mientras se intenta combatir la pandemia o bajo la excusa gubernamental de los peligros que esta acarrea. Ejemplo de esto son los emisarios del Presidente de la República ante la Asamblea Legislativa, que dejaron de ser los miembros del gabinete como dice la Constitución, para trasladar dicha función a los abogados de la presidencia, a su secretario privado e incluso a alguno de sus hermanos, validando la oposición lo que debería rechazar, en medio de un clima de urgencia que parece rebasarlos a todos. En este ambiente crispado, es imposible construir acuerdos civilizados, pues estos requieren del dialogo y del entendimiento entre todas las fuerzas políticas entre sí, y quienes tienen a su cargo la administración central del país.

Palabras más palabras menos, El Salvador enfrenta como otros países la peor crisis mundial con los peores liderazgos conocidos. Y no es que tuviéramos mejores gobernantes anteriormente: el saqueo de las arcas del Estado durante los gobiernos de derecha, lo mismo con la llegada al poder de una izquierda que además hizo de la crisis institucional una constante, debido a su resistencia a someterse al control de la Sala de lo Constitucional, y como no mencionar al presidente Sánchez Cerén, que se ausentaba del país durante las peores crisis de seguridad y luego volvía sin volver, eterno ausente en las mesas de toma de decisión, con las que su partido difuminaba responsabilidades individuales en la aplicación de políticas públicas.

Este es el legado de la oposición a nuestra siempre “naciente democracia”, esta es la escuela de la que se nutrió el actual mandatario, no puede esperarse más y no podemos lamentarlo menos. La actual emergencia sumada a la persistente práctica del secreto estatal, dejarán un panorama árido sobre el que al menos, y esperemos, podremos reconstruir este país.