Sin ideología no hay gobierno sensato. La ideología es el factor que genera la eficacia y coherencia del poder. La popularidad no es suficiente para mantener la sensatez política de un gobierno divorciado de la institucionalidad. Fuera de este esquema no puede haber democracia, la voluntad de un gobernante no puede estar por encima de la representatividad otorgada por el pueblo a los miembros de un parlamento, de una asamblea; por el respeto que merecen las instituciones.

Un gobernante no puede ni debe atropellar los derechos ni la dignidad de un poder del Estado, cualquiera que sea la condición moral o de otra clase atribuida a los miembros de este, pues ello significa insultar la voluntad soberana del segmento de la sociedad que los ha elegido.

El apoyo popular no es suficiente para justificar el rompimiento de esos principios en los que se asienta la democracia y el buen gobierno que consiste en dirigir la conducta de manera eficaz y que comprenda los deseos, las esperanzas de los gobernados. El ejercicio del poder no busca que los ciudadanos obedezcan ciegamente las órdenes que emanan de las fuentes del poder político, con lo que se demuestra la ausencia de vocación democrática y que, por el contrario, se acrecienten los conflictos verbales callejeros, como el reciente caso del diputado Schafik Hándal insultado por un simpatizante oficialista.

En el juego del poder, no hay aliados eternos sino sólo de conveniencia que duran muy poco tiempo. Así pueden verse declaraciones de apoyo a actos a veces constitutivos de delito, para desquitar cornadas políticas, como lo hacen los monosabios en las faenas taurinas con el espada. Se producen así solo falsas justificaciones que están muy lejos de tener la consistencia de un racional entendimiento, acuerdo o conversación tendientes a buscar soluciones reales a los problemas.

El drama social se convierte entonces en juegos e interacciones de intereses particulares que ningún provecho acarrean a la concordia política que se traduce en tranquilidad y sanas expectativas de la ciudadanía.

Es característica del gobierno de turno generar controversia, enfrentamientos con diversos actores de la sociedad contra quienes usa y abusa de los recursos del Estado, tales como la Policía y el Ejército. Esto significa que actúa de manera fáctica, sin que le importe entablar conversaciones, para alcanzar acuerdos y solucionar conflictos de manera sensata sin mediación de la violencia verbal, cuando no la física.

La inexperiencia en el conocimiento del saber estratégico del ejercicio del poder, revela que al gobierno no le importan las consecuencias derivadas de los actos de su titular, más bien quienes rodean a este, le brindan apoyo incondicional y le instan a tomar medidas cada vez más comprometedoras. El resultado es que importa más el dominio ejercido sobre la población que el parlamento interinstitucional. No hay que olvidar que la Constitución de la República obliga al presidente a mantener unidos, en forma pacífica, a los integrantes del conglomerado social.

Se ha llegado al momento en que la ciudadanía clama por la paz que se le ha denegado, incluso después de los acuerdos de hace 28 años logrados a un espantoso costo de sangre y destrucción. Ya nadie quiere más violencia, en ninguna de sus manifestaciones, no más enfrentamientos y controversia.

Hacer política es incidir en el sistema político, para evitar el autoritarismo y, a la vez, fortalecer el sistema de separación institucional, con la reserva hecha por los constitucionalistas de la pacífica interacción entre los poderes del Estado. Todo ello encaminado a la protección y respeto a los derechos de la ciudadanía y al sano desarrollo integral de la nación.

El poder disloca y distorsiona la actuación de los políticos que carecen de inteligencia emocional, poniendo a los pueblos bajo el grave riesgo de la anarquía sobre la cual se enquistan líderes políticos y funcionarios autoritarios.

Es deber de los ciudadanos pensantes el detener lo que resulta la evidente ruta que nos está conduciendo hacia el previsible e indeseable destino de otros países de Latinoamérica, como es el caso de Venezuela, Nicaragua y Cuba.