El artículo 85 de la Constitución establece que nuestro Gobierno es republicano, democrático y representativo. El artículo 86 agrega que la soberanía emana del pueblo. Tanto el primero como el segundo serían letra muerta, vacía de contenido, si como parte de las reglas que emanan de estas normas los funcionarios públicos no estuvieran obligados a rendirle cuentas a los ciudadanos.

Según Albino Tinetti y otros autores del Manual de Derecho Constitucional, la forma de gobierno establece “la manera en que se encuentran constituidos los órganos principales del Estado y cómo están distribuidas, en caso que lo estuvieran, las funciones del poder público, cuáles son sus relaciones, sus controles y sus límites”. A diferencia de una monarquía, por ejemplo, en una república el poder no reside en un solo órgano con poder absoluto, sino en varios, con límites y controles, es decir, con frenos y contrapesos.

En segundo lugar, es democrático, porque citando a Giovanni Sartori, el gobierno o el ejercicio del poder político tiene como principio de legitimidad que el poder deriva del “demos”, el pueblo, y se basa en el consenso verificado, no presunto, de los ciudadanos. Es un sistema que no acepta autoinvestiduras, ni tampoco que el poder derive de la fuerza. En las democracias el poder está legitimado por elecciones libres y recurrentes.

Finalmente, es representativo porque el poder no se ejerce por todos los ciudadanos de forma directa, sino que a través de gobernantes que son representantes temporales del pueblo en quien reside realmente la soberanía. Por lo tanto, en este país solo gozan de legitimidad los representantes que gobiernan en nombre del pueblo, por el pueblo y para el pueblo y –para ciertos cargos que la Constitución menciona, como en el caso del Presidente de la República– que hayan llegado al poder a través de elecciones libres.

A partir de estos principios básicos que nuestra Carta Magna recoge en el Título III, el Estado, su forma de Gobierno y sistema político, se derivan una serie de obligaciones que tienen que cumplir los funcionarios, desde el Presidente de la República, pasando por Osiris Luna, hasta llegar a todos los demás funcionarios, entre las que tiene especial relevancia la obligación de rendir cuentas al pueblo. No es un privilegio, no es una gracia, ni un favor que nos hacen; es una obligación constitucional derivada de nuestra forma de Gobierno.

Los gobernantes son mandatarios de los ciudadanos frente a quienes tienen permanentemente la obligación de rendir cuentas sobre las decisiones que toman, las acciones que llevan a cabo y los fondos de los contribuyentes que gastan.

La Ley de Acceso a la Información Pública lo vino a regular, pero aún sin estas herramientas legales, dada la forma de organización política y de ejercicio del poder que nuestra Constitución establece, cuando los funcionarios realizan acciones como viajar en aviones privados que llaman la atención y que luego son cuestionadas por la ciudadanía, existe una obligación de responder. No basta con decir que no le costó al erario público ni un solo céntimo. Es necesario responder y despejar todas las dudas que se generan alrededor de una actividad como esta. ¿De quién era el avión? ¿A dónde viajó? ¿Por qué viajó acompañado? ¿Cuál fue el beneficio de este viaje para el país? ¿Tramitó la misión oficial en debida forma?

El pueblo tiene derecho a saber y los funcionarios tienen la obligación de contestar todas las interrogantes que el mencionado viaje genera, porque sin respuestas claras y creíbles lo único que queda son dudas y sospechas. Las sospechas jamás son buenas para un funcionario, ni tampoco las son para un gobierno, ya que socavan su credibilidad y pueden llegar a socavar su legitimidad.

Por lo tanto, si este Gobierno quiere ser coherente con sus promesas de campaña consignadas en el “Plan Cuscatlán” como por ejemplo librar una verdadera lucha contra la corrupción, adoptar la transparencia como principio rector de sus actos y distinguirse de todos sus predecesores, sus funcionarios deben dejar de tratar de distraernos con cortinas de humo o “cajas chinas” y de evadir la pregunta con respuestas que hablan de lo bien que le va al país en el área a cargo del funcionario cuestionado o en otras áreas.

Eso también es importante y nos complace, pero no ofrece una respuesta a esta pregunta y genera mucha incertidumbre sobre cuál será la actitud del Gobierno frente a otras preguntas que seguramente vendrán después. Al final, solo queda una salida legal, ética y democrática posible: contesten de una vez ¿quién pagó el viaje de Osiris Luna?