Cuando estudiábamos Ciencias Políticas, en nuestras épocas juveniles, nos explicaban nuestros profesores que los fenómenos políticos se sucedían en la historia en forma repetitiva: La democracia era sucedida por la demagogia, la cual a su vez era sustituida por el desorden, el cual finalmente era superado por la dictadura que imponía el orden perdido, y finalmente, los pueblos, cansados de la dictadura, luchaban e imponían nuevamente la democracia.

Esto lo hemos visto y estudiado en la historia de Grecia y Roma, maestras de la historia política de la humanidad, y en el desarrollo político de la humanidad, como lo hemos podido apreciar en nuestro país, y lo podemos apreciar en el desarrollo político de Europa y América, desde luego con matices que lo diferencian en más o en menos de cada lugar, pero con los mismos elementos básicos que conforman las teorías que los tratadistas señalan como señales inequívocas de las actitudes de cada uno de los grupos sociales de los diferentes grupos humanos que conforman la población mundial.

Actualmente tenemos acá en América los casos de Venezuela y Nicaragua, en donde las luchas de los pueblos se desarrollan con intensidad por deshacerse de gobernantes que a base de fraude y fuerza, han permanecido en el poder político más tiempo del que la razón y la armonía sugieren para una satisfactoria administración de la cosa pública. En cada país las cosas se perfilan de manera diferente, y en el nuestro, no se puede hablar de ninguna excepción.

Nuestra historia reciente nos marca un desarrollo de gobiernos civiles hasta 1932, en que un partido de corte violento promovió una revolución igualmente violenta que, al fracasar, dio paso a un gobierno de corte militar de mano dura, que se sucedió de otros gobiernos militares hasta 1962, donde se tuvo un relativo cambio hasta 1984, cuando se desarrollaron elecciones relativamente libres, y llegó al poder un presidente civil.

De allí en adelante hubo 20 años en el poder con un partido de derecha, una guerra civil, y posteriormente diez años en el poder con un partido de izquierda, pero que a la larga no satisfizo las aspiraciones de la población y, en la última evaluación por medio de las urnas, lo ha desplazado del poder, sustituyéndolo por una opción que hasta ahora no tiene antecedentes definidos, y algunas personas sienten que se podría estar dando un salto al vacío.

Quienes así piensan consideran que el problema más grave que enfrenta actualmente el país, es la pérdida del control de la seguridad en el territorio nacional, y la consecuencia que ello provoca reflejada en un ataque frontal y mortal a la población por parte de la delincuencia, y a los agentes de policía y del ejército, quienes son asesinados a diario, sin que se conozca o se vislumbre una política efectiva que contrarreste este accionar, al grado que el mismo presidente Sánchez Cerén ha sugerido a su sucesor –públicamente– que no se deje someter por el accionar de las pandillas.

Por su lado, los tradicionales defensores de los derechos humanos, cierran filas con los violadores de los derechos humanos de las víctimas, en protección de quienes irrespetan esos derechos a la población civil. Ya hemos visto como algunos taxistas se niegan a entrar a determinadas zonas por el peligro que representa llegar a esos lugares. La preocupación que nace en muchos ciudadanos afectados en zonas donde se ha perdido el control por parte de la autoridad, es que si alguien en el nuevo gobierno, o de fuera de él, pueda pretender imponer el orden por la fuerza, saliéndose del esquema legal, y complicar aún más este complicado asunto.

Ya hemos visto como, al Fiscal anterior que intentó usar las leyes para combatir la corrupción, se le ha demandado por delitos por esas acciones. Si tales demandas prosperan, y si los policías que defienden al pueblo de los malhechores los condenan los jueces, ¿adónde vamos a parar? Serio reto tiene el gobierno Bukele.