En un evento realizado la semana pasada por una fundación privada, escuché que Laura Chinchilla, expresidenta de Costa Rica, dijo algo que me impresionó y comprendí perfectamente. No le gustaba que antes de disertar en un evento, los presentadores destacaran que había sido presidenta, por el desprestigio al que habían llevado a la institución “Presidencia de la República”, muchos gobernantes envueltos en graves actos de corrupción.

Me impresionó su sinceridad y comprendí su dramática vigencia en países como el nuestro, que han vivido en un perenne subdesarrollo a causa de elegir a gobernantes que se han valido del poder para enriquecerse ilícita y vergonzosamente.

Integrar la función pública debería ser un honor. Es desde ahí donde se pueden realizar actividades en nombre del Estado cuyo fin es la satisfacción del bien común, entendido como todo aquello que beneficie a las personas en los términos que establece la Constitución: respeto a la vida, libertad, bienestar económico, salud, cultura, en fin, justicia social.

La desgracia de nuestros pueblos ha sido que los gobernantes, una vez alcanzan el poder, lo primero que hacen es echar mano a los fondos públicos para obtener – con habilidad, picardía y maldad – beneficios económicos o de otra índole, en provecho propio o a favor de terceros, incluyendo su círculo familiar o sus amistades fraternas.

Estando en el salón del hotel donde dio su magistral exposición Laura Chinchilla, recordé tres cosas que escribí. Muchos las desconocen, otros las ignoraran a propósito.

Una es que quinientos años antes de Cristo, en el llamado “Siglo de Oro de Pericles”, se comenzó a reconocer la efectiva labor desarrollada por los funcionarios públicos mediante un salario. Esto produjo en Atenas la activación de su economía, el fortalecimiento de su proceso democrático, el florecimiento de la vida cultural, el embellecimiento de la polis con majestuosas estructuras como la Acrópolis, el Partenón y otros magníficos monumentos, al tiempo que cobraron impulso otros saberes filosóficos. (“Pericles y la Función Pública”, DEM/ 07-06-2012).

Otra se refiere a la adaptación libre que James Wesberry hizo, del maravilloso Salmo 15 del Rey David: “Camina en integridad, haz lo correcto, habla la verdad de tu corazón, guárdate de la maledicencia de tu lengua, no causes daño al prójimo, no hables mal de tus semejantes, cumple tu palabra aunque te cueste, haz el bien sin esperar recompensas, no aceptes sobornos, menosprecia a los hombres viles y honra a los que sirven a Dios”. (“Un Código de Ética de hace 3,000 años” DEM/ 20-05-2013).

La última fue una propuesta de “Decálogo del funcionario público”, que se me ocurrió elaborar y presentar a la circunstancial jefa que tuve en un empleo, allá por el año 1997, quien obviamente no le dio importancia. La hice porque tenía a la vista la abundante opacidad con la que operaba la entidad para la cual laboraba, contando con la obediencia ciega hacia el poder político por parte de su dirección superior.

Después de 22 años de haberla escrito la presento al estimado lector, no sin antes expresar que sigo sosteniendo y defendiendo con vehemencia cada una de sus palabras. El decálogo dice así:

  • Me esforzaré por cumplir eficazmente con las atribuciones y deberes del cargo que ostento.

  • Actuaré con honestidad ante los conflictos que deba resolver, para que prevalezca siempre el interés nacional.

  • Mis actividades diarias tendrán como único mapa de ruta a seguir la protección de los intereses del Estado salvadoreño.

  • Diré la verdad en todo tiempo, lugar y circunstancias, sin permitir que las presiones distorsionen el cumplimiento de la misión de mi cargo.

  • Mantendré el desarrollo personal y profesional para que mi aporte a la nación sea productivo.

  • Rechazaré y denunciaré prebendas o dádivas que personas, grupos o sectores me ofrezcan, a cambio de favores, que deseen obtener para su beneficio.

  • Seré responsable de mis actos e inculcaré a mis colaboradores que cultiven esa virtud.

  • Desecharé las actitudes de prepotencia para con la sociedad a la que sirvo.

  • No adularé ni seré cómplice de las actitudes erráticas de mis superiores.

  • Pediré a Dios fuerzas para acompañar la lucha contra la corrupción, flagelo de nuestros pueblos y obstáculo para su desarrollo.


Si bien no se puede ser “ético por decreto”, ojalá que este decálogo se lo hagan llegar al presidente, lo comparta con todos sus funcionarios ejecutivos para que dentro de cinco años se retiren con dignidad, porque algunos ahora se están yendo demasiado temprano.