Son complejas las implicaciones judiciales y políticas que envuelven la instigación y el asalto del Congreso de los Estados Unidos, el mayor centro neurálgico de ejercicio de poder internacional. Desde el Capitolio se acostumbra a medir, calificar y certificar con su propia “vara” los estándares democráticos aplicables a naciones en vías de desarrollo; hoy ese mismo Congreso y las instituciones del Estado estadounidense deberán enfrentar el reto de calificar el episodio, el presunto propósito que perseguían de impedir la certificación congresional del presidente electo Joe Biden, y aplicar el peso de la ley, tanto a hechores materiales como al instigador intelectual.

Este hecho cuestiona la cohesión estratégica en Washington como centro político de poder. Descubre las limitadas capacidades de reacción ante un “asalto” a plena luz del día, expone el riesgo que representan para la seguridad de ese Estado las capacidades operativas y ejecutivas de una enardecida muchedumbre de organizaciones de élite, ultraconservadoras, compuesta de fanáticos colectivamente hipnotizados y empujados por el incendiario discurso de odio del presidente Trump. Esta acción podría ser un fortuito meteoro circunstancial o, lo más grave, un sismo político causado por el choque de una profunda placa tectónica que subyace al interior de esa sociedad, exponiendo una dolorosa fisura de gran proporción que reta la energía y capacidades del experimentado liderazgo de Joe Biden.

Los fugaces cuatro años del mandato del presidente Trump exponen: la desolada sensación de un destructivo huracán que arrasó aquella potencia, dejando a su paso una profunda crisis sanitaria derivada del mal manejo de la pandemia y la pérdida de centenares de miles de vidas; el descalabro económico y la pérdida de millones de empleos. En el plano político, además de la derrota electoral al perder la presidencia y la mayoría en el Senado y Congreso, deja al Partido Republicano en una difícil situación en la que muchos quieren diferenciarse de un presidente desquiciado, impredecible al que no se le confían los códigos del armamento nuclear pero que electoralmente acumuló más de setenta y cuatro millones de votos a favor del Partido, un capital político con el que Trump puede dividir y hasta controlar el rumbo de ese instituto político.

En el contexto internacional Trump causó otro desastre: asoman penosos escombros de abandonados tratados internacionales sobre cambio climático, que ha significado un grave retroceso al consenso mundial; fallidos acuerdos nucleares cuyo desconocimiento y desidia amenazan con una mayor destrucción y muerte, especialmente en el cercano y lejano oriente; una grave regresión en la credibilidad para la suscripción de tratados comerciales como ocurrió con México; el desplome de compromisos sobre Derechos Humanos y salud en el contexto de Naciones Unidas; una alevosa soberbia despreciando la dignidad humana de sufridos migrantes y la imposición de crueles acuerdos con los países de tránsito que mancillan los derechos migratorios.

A esos fatídicos cuatro años debe sumarse: el obcecado tensionamiento y polarización de las relaciones internacionales rompiendo consensos y agudizando conflictos como el absurdo enfrentamiento comercial con China; el injusto agravamiento de las condiciones soberanas, humanitarias y políticas del estado Palestino; así como la irracional agudización del bloqueo y agresiones a las Repúblicas de Cuba y Venezuela en el artero contexto de una pandemia que asola a la humanidad; por si fuera poco, la abusiva instrumentación de la OEA para alentar el golpe de estado en Bolivia que depuso al presidente Evo Morales.

El insigne escritor español Juan Ruiz de Alarcón sabiamente tituló su obra “Quien mal anda en mal acaba”. Así es el empedrado sendero que conduce al descalabro de grotescos líderes populistas como Donald Trump. El populismo es un movimiento de escurridiza definición, comúnmente ubicado a la derecha del espectro, fundamentado en el rechazo artificial a los partidos tradicionales y la promoción demagógica de una oferta política irresponsable -ahora bajo una agilidad de un método tuitero de gobernar-, autoritario, con desprecio a la institucionalidad, énfasis mediático de una conducta grotesca empecinada en sobredimensionar las crisis y los distractores; una ofensiva permanente, un discurso polarizante de odio para descalificar a los adversarios cerrando así toda posibilidad de entendimiento, cuyo único propósito es alcanzar el apoyo popular para ocupar el poder total a cualquier costo, sí, así como Bukele.