Quizás por mis antecedentes personales, la situación que hoy se vive en Nicaragua me duele en demasía. La democracia agoniza.

Llevo el apellido nicaragüense Salazar por la vía de antepasados del siglo 18. Una tía por el lado paterno es la madre de Carlos Agüero Echeverría, quien, en su idealismo patriótico por la patria de su padre, ofrendo su vida en la Revolución sandinista. Un tío por el lado materno fue casado con nicaragüense. De él tengo una “primada” espectacular por la que siento especial cariño. Esas relaciones son comunes entre las dos nacionalidades. Por la vecindad y por esa relación los costarricenses nos tomamos tan en serio a nuestra hermana melliza Nicaragua.

Como oficial del Gobierno de Costa Rica justo cuando se acababa en buena lid con una dictadura oprobiosa, detestada por la mayor parte de los costarricenses por ser opuesta a sus valores y mantenida en el poder por los norteamericanos bajo el argumento de que quien ejercía el poder era un “ache pe”, pero al fin y al cabo nuestro “ache pe”, tengo información de primera mano de ese evento. Sé a fondo lo que costó esa liberación.

No es sino hasta que el presidente Carter toma medidas fundamentales de dimensión estratégicas y basadas también en valores, que la dictadura se cae. Complementó el clave esfuerzo que hicieron tantos con gran valor y que dolorósamente dejó tanta sangre derramada. El presidente Carter luego tuvo otra intervención fundamental en 1990 para que doña Violeta Barrios de Chamorro, esa gran dama viuda de connotado mártir, ejerciera una de las dos presidencias que en casi un siglo han hecho bien a Nicaragua; la otra la de don Enrique Bolaños, aunque poco lo dejaron gobernar. Hay que reconocer los méritos.

Luego, en los ochentas y hasta el noventa y cuatro, como director ejecutivo de la Federación de Entidades Privadas de Centroamérica y Panámá (FEDEPRICAP), me tocó tratar con constancia a ese gran señor e ilustre, valiente y bien intencionado caballero arriba mencionado don Enrique Bolaños Geyer. Son innumerables también mis amigos nicaragüenses, de todos los niveles y diversas tendencias políticas, quienes me han atendido regiamente como se dice en esa bella “Nicaragüita” que embruja y que uno no puede evitar querer.

La ilusión en 1979 fue mayúscula especialmente para un pueblo noble como el nicaragüense que esperaba un cambio radical en el manejo de la política en el país. No quiero pecar de chauvinista pero evidentemente se pensaba en emular a la hermana melliza Costa Rica, que en ese tiempo tan difícil para Centroamérica en particular y América Latina en general brillaba como sólida democracia.

Sin embargo y luego de más de cuatro décadas, nos encontramos ante una situación totalmente distinta que lo pone a uno a pensar en lo absurdas que tienden a ser las revoluciones, no por ellas sino por quienes las gestan. Se “montan en la burra” y no quieren bajarse de ella por más coces que dé, seguramente pensando en que de camino al suelo alguna de esas coces les pegará y duro.

Le corresponde a la comunidad internacional donde supuestamente prevalecen los valores democráticos y no solo los intereses, ambos presentes ciertamente en la política exterior, el “marcarle la cancha” al régimen y no enviar señales contradictorias como se ha hecho en el pasado, lo que a su vez confunde a las fuerzas opositoras locales. Tengo fe en que no estamos todavía para un réquiem de la democracia en Nicaragua.