Estupefacta e indignada se encuentra la ciudadanía honesta del país, al conocerse, con detalles irrefutables, las cifras cuantiosas empleadas en construir lujosos ranchos en playas privadas y mansiones palaciegas, además de otros y variados bienes muebles que ponen, en alto relieve, el uso indebido e ilícito de los recursos del Estado que, desde Casa Presidencial, fueron utilizados durante la gestión de Carlos Mauricio Funes Cartagena, en connivencia con personas que colaboraron en dicho saqueo público ya sea como testaferros, prestanombres o simplemente cómplices necesarios, para efectuar el desvío de elevadas sumas millonarias que, en estos momentos, la Fiscalía General de la República ha incautado provisionalmente, poniéndolos a disposición del Consejo de Administración de Bienes (Conab), mientras se concluye todo el proceso de investigación fiscal y sea un tribunal competente quien dicte la sentencia correspondiente, al deducir las responsabilidades penales de quienes resulten culpables en este caso escandaloso, mismo que viene a sumarse a otros similares, unos ya reconocidos y aceptados por el señor Antonio Saca y personas afines o cercanas a dicho exmandatario, más otros que seguramente se irán averiguando en el corto y mediano plazo.

Realmente es indignante esa corrupción asfixiante en un país como el nuestro, con elevadas cifras de insalubridad, con un sistema educativo aún deficitario, que aún no cubre las exigencias de una cuarta revolución industrial; que sufre penurias económicas por mantener elevadas cifras de desempleo en el sector formal, con escasas oportunidades laborales para una juventud numerosa que no encuentra siquiera un empleo sencillo para continuar su preparación técnica o profesional, haciendo de los niveles superiores de enseñanza un segmento de lujo discriminatorio.

Aunado todo ese conjunto negativo a una creciente e indetenible inseguridad pública, misma que ahora mantiene controles territoriales innegables, con cifras elevadas en extorsiones y amenazas a los sectores empresariales y comerciales de toda clase; con cifras rojas de asesinatos y feminicidios, que apenas decaen en mínimos porcentajes; y como corolario de ese trágico panorama nacional, hoy nos enfrentamos a una incontenible fiebre migratoria, jamás observada en la historia reciente de nuestra amada nación, cuyas motivaciones principales, hasta donde hemos podido avizorar el problema de las caravanas, tiene sus raíces en los desajustes económicos y laborales, más el valor agregado de la inseguridad, que el mismo Funes Cartagena quiso “arreglar” a su manera, mediante una tregua con las pandillas, con más sombras que luces, y que ahora comienza también a descorrerse, con implicados de tal categoría que, en otras épocas, nos hubiera parecido inverosímil que esa clase de personas pudiera prestarse a ese descabellado, oscuro y aún enigmático arreglo, a sabiendas de la enseñanza ancestral, que nos aconsejaba sabiamente, que con los malos nunca pueden darse soluciones buenas.

Y como cerezas en este pastel agrio, es que hasta dos exfiscales generales estén como indiciados en lo de la tregua también.

Para quienes llevamos años viendo llover sobre nuestras ciudades y campiñas, cuando comenzábamos a estudiar “jurisprudencia y ciencias sociales” en la entonces única y vetusta Universidad Autónoma de El Salvador (fundada a mediados del siglo XIX por el presidente don Juan Lindo, a instancias del general Francisco Malespín), no hubiéramos podido aceptar, ni siquiera en mínima proporción, que un fiscal general se viera involucrado en casos de corrupción, como los que ahora nos informa este apreciable medio con vívidas fotografías y cifras escandalosas. Eran las épocas en que un fiscal era temido y temible, implacable pero honesto, con el Código Penal y el de Procedimientos Penales en sus manos, actuando con firmeza ante tribunales e instituciones.

Esos escandalosos casos de corrupción oficial no pueden ni deben quedar impunes. De hecho, debían ser declarados imprescriptibles, como lo señalan fallos jurisprudenciales europeos y suramericanos. Quienes resulten culpables de ellos, deben devolver al Estado, al pueblo salvadoreño, hasta el último centavo robado a las arcas nacionales. La hora de la verdad ha sonado en el reloj de la justicia y siendo ella ciega, no debe apartar a nadie.