La Semana Santa coincide con un período de vacaciones. ¿Es una mera coincidencia? De hecho no: las vacaciones tienen su origen en la Semana Santa. Al parecer se creyó oportuno que se dejaran esos días libres para que los cristianos pudieran dedicarse más de lleno al misterio central de su fe (lo mismo sucede con la vacación del 25 de diciembre, día de la Natividad de Jesucristo).

La Semana Santa tiene su origen en el Domingo de Resurrección. Los cristianos celebramos el triunfo de Cristo sobre la muerte y el pecado. Explica el Catecismo de la Iglesia Católica (n.1170) que en el Concilio de Nicea (325 d.C) “todas las Iglesias se pusieron de acuerdo para que la Pascua cristiana fuese celebrada el domingo que sigue al plenilunio (14 del mes de Nisán) después del equinoccio de primavera”. Este año, el equinoccio de primavera fue 20 de marzo, el plenilunio el domingo 28 de marzo y por tanto, el domingo de Resurrección es este 4 de abril. Esto es así en el rito latino, pues el rito oriental calcula de un modo distinto el 14 del mes de Nisán. Esa fecha en el mes de ese nombre, es propio del calendario judío y es tan importante porque es el día en que celebra la Pascua judía, y que según la narración de los Evangelios, es el contexto histórico en el que ocurre la Muerte y Resurrección de Cristo.

La Semana Santa incluye también el Viernes Santo, pues el triunfo de Cristo no fue exento de sufrimiento y dolor, pues fue operado gracias a que dio su vida para salvarnos del pecado. Obviamente este conjunto de verdades subyacentes a la Semana Santa no son comprendidas por todos, pero los cristianos creemos que la salvación de Cristo fue por todos los hombres de toda la historia pasada, presente y futura. ¿Pero en qué sentido esa salvación de Cristo alcanza a toda la humanidad? ¿Es la celebración cristiana de la Semana Santa un recordar, como quién vuelve a ver “Los 10 mandamientos” de Charlton Heston en estos días, y que solo quién la ve, la recuerda?

Aquí viene el núcleo de la cuestión. Desde la óptica cristiana y católica, esa redención operada por Cristo con su Muerte y Resurrección no quedó en el pasado. Esas palabras del Jueves Santo, en que Cristo pide les pide a sus apóstoles “hagan esto en memoria mía” (Lc 22, 14-20; 1 Cor 11, 23-26) son un llamado a actualizar esa entrega de amor que está en el origen de la Semana Santa. Cristo, recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica (n. 1323), “instituyó el sacrificio eucarístico de su cuerpo y su sangre para perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la cruz y confiar así a su Esposa amada, la Iglesia, el memorial de su muerte y resurrección, sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de amor, banquete pascual en el que se recibe a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de la gloria futura”.

Ese sacrificio eucarístico -de acción de gracias, por su etimología griega- es por tanto parte integral de la Semana Santa y por eso el Jueves Santo -día de la institución de la Santa Misa, o Eucaristía- también se incluye dentro del triduo Pascual. El contexto de la institución de la Santa Misa es el rito de celebración de la Pascua judía, en que un cordero sin tara -sin defecto- era comido por los israelitas en familia. La sangre del cordero se utilizó en la primera pascua judía -para marcar las jambas de las puertas de los israelitas y así salvarles de la última plaga que Dios envió en tiempos de Moisés para liberar a su pueblo de la tiranía del faraón egipcio de aquél entonces.

Para el cristiano, la Semana Santa contiene la celebración de esas verdades. Celebración real, misteriosa eso sí, de aquella misma semana en que Cristo, “habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo” (Jn 13, 1). Ese es el misterio que cada Semana Santa invita a todos, a rememorar. El misterio del Amor de Dios por todos los hombres.