La gobernabilidad democrática se traduce en la capacidad de ejercer el poder en condiciones de legitimidad, en forma continuada, procurando el bien común, con la alternancia que posibilita el voto democrático, sin que penda sobre el gobernante ninguna “espada de Damocles” que, en manos de actores internos y/o foráneos, amenace con romper esa gobernabilidad.

En el mundo la clase política no logra digerir la dinámica de cambios de la era digital. Lo que ocurre en cualquier tiempo y lugar se conoce en vivo, por tanto, al alcance de quien tenga acceso a Internet por medio de un teléfono celular, que ahora es parte de la canasta básica. Al final, emergen ciudadanos más y mejor informados. Como le escuché decir un día a David Konsevick, “son jóvenes que integran una nueva generación, que ya no necesita leer libros de historia porque la conocen en tiempo real”.

Crispación, roces y encontronazos en temas álgidos profundizan el hartazgo ciudadano hacia los silvestres políticos tradicionales. América, Europa, ya no digamos el aberrante fanatismo del oriente medio, lo desnudan frente a todos. Pero algunos no lo quieren ver ni entender, especialmente aquellos gobernantes que deberían actuar de manera visionaria, mesurada y con equilibrio emocional.

De no ser así, el liderazgo norteamericano - ni el de la mayoría de países de la región y del cono sur - no estarían experimentando tanta polarización política y convulsión social, a cuya base encontramos dos causas comunes: 1º) La mediocridad de las cúpulas partidarias y la corrupción de los gobernantes. 2º) La terquedad de seguir empujando modelos económicos, truncos y obsoletos, que producen más riqueza para unos pocos (volviendo más ricos a quienes ya lo son) en tanto que reparten desigualdades para muchos (volviendo paupérrimos a quienes ya son pobres).

Desde el lado que se mire, siempre es lo mismo. Ya sea en izquierdas o derechas, corruptas y populistas; neo marxistas; neo mercantilistas; ricos mentirosos que alcanzan el poder político o los que entran al gobierno con una mano por delante y otra por atrás y salen millonarios; todos terminan provocando indignación y frustración, como en Santiago de Chile; Quito, Ecuador; Buenos Aires, Argentina; La Paz, Bolivia; los países del Triángulo Norte; Culiacán, México; Barcelona, España; por citar ejemplos fresquitos de países más desarrollados que el nuestro, aparentemente más estables, pero gobernados por políticos ambiciosos, incluyendo aquel para quien la espada de Damocles tiene nombre: “impeachment”.

El diálogo político se vuelve entonces imperativo, porque es el que conduce a la gobernabilidad democrática (en los términos que la describo en el inicio de este Artículo de Opinión) la que a su vez se convierte en el camino más idóneo para salir del perenne subdesarrollo al que parecieran estar condenados nuestros pueblos, asentados en polvorines que estallan con una mínima chispita, precisamente la que afecta sus frágiles intereses económicos que terminan en estallidos sociales al ser hábilmente sopladas por los vientos de “intereses creados”.

Es un pecado que con los graves problemas estructurales que tiene El Salvador, el diálogo político sea hipócrita e impida - solo para citar un par de ejemplos - legislar en temas prioritarios como las reformas constitucionales para que no prescriban los delitos de corrupción o la transformación y modernización de la Corte de Cuentas en Tribunal, a la par de crear una Contraloría General oportuna y efectiva; y otros no menos importantes como regular la función pública; atender la importantísima agenda digital que requiere el país (que como señala FUSADES, debería pasar de la fase de diagnóstico, a la de coordinación e implementación); la gravísima problemática del transporte público (que si fuera más seguro y moderno eliminaría el uso de miles de vehículos privados que transportan a una sola persona y que aumentan el caos vehicular; el tema del agua, etc. etc.etc.

Pero no. En lugar de dialogar, vemos preocupantes signos autoritarios de irrespeto entre Órganos de Estado; vendettas políticas y pleitos estériles (y bajeros) que retratan en las redes sociales la cultura de políticos que ostentan inmerecidas magistraturas y terminan atizando los odios sociales; graves contradicciones gubernamentales, como el hecho de tener acercamientos con gremiales privadas mientras cierran decenas de fuentes de trabajo de manera orquestada y sospechosa. Ni qué hablar de las amenazas al periodismo, incluyendo negar acceso a conferencias de prensa o retirar pautas publicitarias a medios incómodos.

Escuchemos a la Unión Europea, que pide diálogo entre el Ejecutivo y la Asamblea Legislativa. Sin ese diálogo político, gobernabilidad y desarrollo son una quimera.