“Los pueblos de América tienen derecho a la democracia y sus gobiernos la obligación de promoverla y defenderla…” Así inicia el primer artículo de la “Carta Democrática Interamericana”, una declaración regional que tuvo un mal comienzo: fue firmada el 11 de septiembre de 2001, mientras en los Estados Unidos de América se producía uno de los peores ataques terroristas de la historia, que desató a su vez una guerra global que erosionó los principios del derecho internacional y de los derechos humanos en todo el mundo.

La misma capital del Perú, donde se formalizó dicha declaración hace casi dos décadas, ha visto la semana pasada llenarse sus calles por ciudadanos preocupados por la que constituye la última “tormenta constitucional” de las Américas: el presidente de la república disolvió el congreso y convocó a elecciones legislativas con base a sus potestades constitucionales, pero este último organismo reaccionó separándolo del cargo horas después, nombrando a su vicepresidenta como presidente de la república en funciones.

Como si esto no fuera suficiente, la nueva mandataria duró solo unas horas en el cargo, del cual renuncio al día siguiente de su juramentación, ante la falta de condiciones de gobernabilidad y apoyo popular para ejercerlo, mientras que en por lo menos 15 ciudades del país, se sucedían protestas masivas de ciudadanos unidos bajo el mensaje: “que se vayan todos”. A la crisis del poder pues, se ha sumado una verdadera crisis de legitimidad, pese a que el presidente depuesto cuenta con el apoyo de las Fuerzas Armadas, verdadero garante de la autoridad, en democracias que pese a tantas reformas políticas siguen siendo precarias.

Mientras se escriben estas líneas, vuelve a invocarse la Carta Democrática Interamericana, la separación e independencia de poderes y la transparencia y probidad como garantía de los derechos individuales. Se plantea la necesidad de un diálogo nacional, de un pronunciamiento de la jurisdicción constitucional o de una misión de la OEA capaz de mediar entre los involucrados y que supervise la celebración de nuevas elecciones. Todas estas, opciones más o menos válidas, mientras cientos de ciudadanos siguen marchando con la consigna: “que se vayan todos”.

Tal parece que el modelo constitucional que nuestros países heredaron de Europa Occidental, después de dos guerras mundiales y luego de un período de guerra fría cuya huella de dolor y autoritarismo aún es perceptible, se ha erosionado a tal punto que crisis como la del Perú, o la de Venezuela o Nicaragua parecen ser de naturaleza indisoluble, mientras las sociedades que las sufren demandan la solución de sus necesidades básicas y una respuesta concreta a sus exigencias de probidad y efectividad en el manejo de los asuntos estatales. Únicamente.

Y es que no solo los recursos materiales son limitados en las Américas, también el aprecio por la democracia sigue siendo muy bajo y el aparecimiento de constantes crisis constitucionales lo demuestra. Según lo revela un estudio de la Universidad Metropolitana de México, luego de analizar sucesivas encuestas del Latinobarómetro, correspondientes a los últimos años: “…de 18 países, 16 revelan una insatisfacción democrática de más del 50 por ciento; las excepciones de esta marcada tendencia hacia la insatisfacción democrática son Uruguay y Costa Rica, cuyos porcentajes en la categoría de análisis ‘nada satisfecho con la democracia’ se limitan a un 38 y 44 por ciento, respectivamente”.

El aprecio por la democracia ha ido cediendo durante los últimos tiempos al descontento y al desconsuelo, dando paso a una escasa motivación ciudadana para involucrarse en las luchas sociales y cediendo a la aspiración individualista de exigir más efectividad aunque esta implique menos libertad. Las encuestas preelectorales lo demuestran en la región: la expectativa de la colectividad está centrada en que se garantice mayores niveles de seguridad, no un mayor rango de igualdad o de expansión en el goce de los derechos fundamentales.

Al final, la solución para estas crisis constitucionales, parece que depende de otras fuerzas distintas a la ciudadanía: países donantes de grandes recursos económicos, empresas transnacionales que gozan de contratos de concesión de servicios o para la construcción de grandes obras públicas, tienen un mayor nivel de incidencia en la conducción de los gobiernos que el ciudadano votante que representa apenas un número más en un evento que se sucede periódicamente, sin que este implique un mayor nivel de democracia interna.