Veintiocho años después de firmados los Acuerdos de Paz en el Castillo de Chapultepec, en Ciudad de México, el recuerdo y la experiencia de ver a enemigos aparentemente irreconciliables, firmando un acuerdo en el que esbozaban sus ideas para un nuevo país, dejó para la historia una serie de imágenes y referencias históricas que se vuelve cada vez más necesario explicar y actualizar.

De las muchas lecciones que dejó ese proceso, interesa destacar al menos tres, sin desconocer que hay diversos abordajes y énfasis sobre una transición que aún no termina.

El diálogo es el medio no el fin en sí mismo. Por esta razón es que se prefirió siempre hablar de un “proceso de paz”, que parte desde los años ochenta con mayor o menor éxito, pasando por encuentros secretos entre gobierno y guerrilla y que facilitaron el intercambio de prisioneros de guerra o la salida de lisiados desde las mismas zonas de enfrentamiento. Este proceso se hizo viable a partir de 1989, tras el anuncio presidencial que ofrecía disponibilidad al diálogo y con un escenario internacional que hacía del conflicto un resabio inútil, finalizada la guerra fría.

Fue así como durante más de dos años, a través de encuentros realizados en varios países del continente, muchas veces en medio de las más duras ofensivas militares y enfrentados los participantes al dilema de impulsar el proceso de paz o prepararse para el combate definitivo, prevaleció una buena dosis de cordura, se impuso la voz de la diplomacia, en particular de países amigos como España, México y Venezuela, culminando el diálogo en la formalidad de un documento que ponía las bases que perfilaban un nuevo país, con una clara apuesta por una democracia participativa, que encontraría su cauce en los partidos políticos y en el ejercicio de todos los derechos humanos, reasignando a las autoridades públicas –en particular a la Fuerza Armada- su papel de simples depositarios de la soberanía que reside en el pueblo.

No puede haber solución de los problemas nacionales sin reconocimiento “del otro”, del que piensa distinto, del disidente. El término “polarización política”, comenzó a utilizarse con mayor frecuencia a inicios de los años noventa. Los efectos del mismo, afloraban con mayor intensidad en la medida que las rondas de diálogo avanzaban, que fue cuando varios sectores opuestos al fin negociado de la guerra, comenzaron a cuestionar públicamente la utilidad del mismo, enfatizando el riesgo de permitir la participación política de representantes de la izquierda militar, o la supervivencia de un ejército nacional que históricamente había defendido los intereses de la derecha, para mencionar algunos ejemplos.

El proceso de diseñar soluciones a los graves problemas que ya enfrentaba el país, como la violencia, la falta de libertades, la exclusión social y la persistente tentación autoritaria desde el poder, solo podía refrendarse en un acuerdo de paz si antes se reconocía la verdad en la existencia del discurso opositor, si se hacía una búsqueda de puntos de interés común antes de fisuras que permitirán acentuar las diferencias del presente y del pasado. Ambas partes en conflicto declaraban buscar la paz, la libertad y el desarrollo nacional. A partir de estos puntos coincidentes se impulsó el camino del diálogo, un diálogo con el otro. Así, el que era enemigo se convirtió en un valioso interlocutor, al que ya se le podía comprender y no solo destruir.

Postergar el conocimiento de la verdad alienta la impunidad del pasado, haciéndola de nuevo presente. Esta es una premisa que no tuvieron en cuenta quienes firmaron los Acuerdos, pero su omisión también es una lección que puede servirnos y su validez es fácil de constatar en la actualidad: la Ley de Amnistía que se impuso a una Ley de Reconciliación de tan corta duración hasta 1993, y con la que algunos intentaron borrar su responsabilidad en las graves violaciones de derechos humanos, no solo fue declarada inconstitucional veintitrés años después, sino que ha hecho más evidente el intento por seguir apuntalando su impunidad, en lugar de reconocer la responsabilidad de lo ocurrido, a todos los autores de crímenes y masacres, quienes todavía pierden la máscara y la pose de estadistas cada vez que sus crímenes los revelan, los persiguen y los alcanzan.

Tres lecciones, tres lecturas útiles en un país sin memoria y con una controvertida historia de la que aún queda mucho por contarse.