En nuestro medio existe una afición por el ceremonial en torno al poder –cualquier poder- que roza lo ridículo cada vez que se ve al conciudadano presidente, primer magistrado o diputado de turno, encabezar un acto oficial envuelto en una profusión de banderas, caminando sobre la alfombra roja en medio de uniformes de gala, alabados luego por discursos de estilo, bendiciones o unciones religiosas y hasta salvas de artillería, todo lo cual brinda entretenimiento y un cierto dejo de ternura, ante el espectáculo de república bananera que con cierta profusión se monta a la primera oportunidad protocolaria o fiesta patria de rigor.

A lo insulso de esta clase de acto debe sumarse la inutilidad de los mismos, ya que en la mayoría de ocasiones y salvo aquellas ceremonias de nombramientos o de traspaso de mando que la misma Constitución ordena celebrar, mediante la realización de sesiones o juramentos solemnes, la mayoría ha sido una invención de los estrategas de comunicaciones de la posguerra, o son el fruto de la costumbre y afición por el boato y el ocio establecidos.

Ejemplos como casi siempre existen de sobra. Uno de los preferidos de los presidentes de la República es el traspaso de mando militar. Pese a que su condición de “Comandante General de la Fuerza Armada” deviene del voto popular mayoritario alcanzado en cada elección presidencial, durante la última década se ha puesto en boga la entrega del bastón de mando, cual si de un moderno Capitán General Gerardo Barrios se tratara, solo que siglo y medio después, sin que nadie parezca darse cuenta o querer desentonar el alborozo oficial, señalando que el mando militar, para que sea efectivo, no necesita de ceremonial alguno, ni de la revista de tropas ni tampoco de la consabida entrega de bastones, oleos, placas o armas antiguas, de todo lo cual ha habido a lo largo de nuestra historia reciente.

Igualmente innecesaria fue la ceremonia de entrega credenciales que organizó la semana pasada el Tribunal Supremo Electoral –como ya es costumbre- que imita en casi todos los detalles a las ceremonias de graduación estudiantil. Solo se echó en falta la presencia de los padres de familia de los nuevos funcionarios de elección popular, en esta ocasión de los nuevos diputados, alcaldes y concejales, quienes llenaron las redes sociales con sus fotografías sosteniendo los títulos, perdón, sus credenciales, como si no pudieran ejercer sus cargos si antes no contaban con el diploma de reconocimiento que con sus ribetes en blanco y azul los reconoce como representantes elegidos democráticamente, aunque cueste reconocerlo.

No solo se trata de una cultura que exalta la ridiculez, es que todo este ceremonial también tiene un costo material, desde la decoración de escenarios, la movilización de empleados públicos en horas laborales, el alquiler de instalaciones (excepto cuando se trata de sedes militares) hasta la elaboración de diplomas y reconocimientos, nada es gratis y todo lo paga el contribuyente.

Pero además existe un costo invisible o más bien simbólico: se degrada el voto popular al ser necesaria para la materialización formal de este, la realización de un acto posterior a cargo de otras autoridades que, a su vez, también fueron elegidas, algo muy distinto a las tareas de conteo de votos, fiscalización o publicaciones en el Diario Oficial que las leyes vigentes exigen y que no requiere de este círculo vicioso de funcionarios ratificando a otros funcionarios que a su vez van a controlarlos posteriormente.

Este despilfarro de recursos, esos aires de solemnidad hipócrita de los que se hace gala, esa política como un espectáculo donde se brinda espacio al alarde de fuerza y a la nueva matonería institucionalizada, en fin, ese circo de vanidades que la semana pasada tuvo su escenario y peor aún, sus espectadores, es el que irá minando nuestra democracia o lo que quedará de esta en los años que vienen. Para el ciudadano que piense y razone, queda la tarea de observar y sacar sus propias conclusiones, construir su opinión con base a los hechos y a los logros concretos, cuando los haya, y disfrutar del espectáculo, como no, que lo habrá durante una larga temporada.