Hoy por hoy se habla muy poco de un derecho constitucional a la intimidad. El concepto, que según el diccionario de la Real Academia Española, hace referencia a la “zona espiritual íntima y reservada de una persona…”, cede ante la discusión sobre si tal información puede ser compartida voluntariamente o no.

Las personas por su propia voluntad renuncian en la actualidad a este derecho esencial a cambio de incrementar su popularidad en redes sociales virtuales, en las que con demasiada frecuencia se exponen al robo de datos e imágenes, a la sustitución de sus identidades e incluso a la vigilancia ilícita de agencias estatales dedicadas al espionaje.

En nuestro país, el marco regulatorio sigue siendo bastante débil en lo que a la protección de datos se refiere, apenas se sanciona la filtración, y las pocas limitaciones vigentes para la difusión de imágenes personales se enfocan en los casos de menores de edad, en la publicidad sexista o en la propiedad intelectual de ciertas marcas o personalidades públicas; restricciones que en la práctica son ignoradas por quienes merodean en el mundo virtual.

La discusión sobre este tema se ha acentuado en las semanas recientes, tras la revelación a cargo de periodistas de investigación de que el mismo Instituto de Acceso a la Información Pública habría compartido durante los últimos meses (¿O quizás años?) los datos de sus usuarios con la Presidencia de la República, que es uno más de los entes obligados a brindar acceso a datos oficiales de acuerdo con la ley.

Esto significa que el mismo ente contralor del derecho de acceso a la información, que existe en manos estatales, terminó facilitando a uno de los entes obligad la información sobre la identidad, el domicilio, nivel de escolaridad y número telefónico de las personas que pretenden vigilar la gestión pública. Dicha situación, no solo provocó la pérdida de confianza en el comisionado presidente sino que, además, su recusación en un caso contra la misma Presidencia, y su posterior renuncia ante las críticas generadas por sus acciones y omisiones.

Este caso demuestra que la invasión a la intimidad de las personas solo causa indignación cuando la misma es ajena a la voluntad de los propietarios de datos; sin embargo, la mayoría de las personas que protestan –con justa razón- por este incidente comparten voluntariamente en sus redes sociales los principales aspectos de su intimidad, y que deberían mantener bajo reserva, en ejercicio del mismo derecho que la Constitución les garantiza. Las filtraciones pues, son voluntarias o involuntarias, y aunque las consecuencias varían, no hay duda de que en el mundo actual la distancia entre lo público y lo privado casi se ha diluido.

El caso del Instituto de Acceso a la Información Pública es ilustrativo de la falta de controles adecuados sobre las bases de datos y archivos estatales, el secreto solo es absoluto cuando de indagar sobre las facultades de los órganos de Estado se trata, en particular si se interroga sobre el funcionamiento de los organismos de inteligencia o los diversos ámbitos de discrecionalidad de la Presidencia. Fuera de estos, los secretos de la ciudadanía pueden fácilmente filtrarse, extraviarse o hasta venderse, todo es posible en este mundo sin intimidad posible.

Mientras tanto, el riesgo de nuevas filtraciones de datos desde las dependencias estatales se mantiene: el sistema de gestión de solicitudes que lo facilitó desde el Instituto sigue usándose, y la identidad de los destinatarios de la filtración, el uso que se hizo de tales datos y hasta la ubicación de su almacenamiento posterior, siguen siendo parte del misterio que rodea a este caso, y sobre el cual la Fiscalía General de la República ha iniciado una investigación.

Este es un mundo de datos compartidos, voluntaria o involuntariamente, perdimos lo único que era totalmente nuestro: los secretos del día a día en la vida privada, y nuestro accionar como ciudadanos activos en la vida pública.