En un sentido clásico del pensamiento político, la corrupción era el abuso autoritario del poder, hasta llegar incluso a su ejercicio tiránico. Tal concepción se expresa en la tan citada frase: “el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente”. En la actualidad ese sentido sigue, estando confusamente presente en el discurso político aunque predomina como referente uno de los tipos de abuso del poder, aquel que consiste en el enriquecimiento ilegal o ilegítimo de los políticos o, en general, de las autoridades (corrupción personal) o el favorecimiento ilegal o ilegítimo a las causas u organizaciones a las que están integrados aunque no se beneficien personalmente (corrupción oficial), gracias a los cargos que desempeñan o sus conexiones con quienes los tienen.

Están en juego, así, conceptos de manejo deshonesto de recursos públicos o recursos en torno a una gestión pública; deshonesto en particular en un sentido individual, porque generalmente el público es escéptico de que los manejos calificados de corruptos no conduzcan en algunos casos a una apropiación indebida de esos recursos; en torno a una gestión pública quiere decir que abarca conductas no sólo de funcionarios públicos sino también aquellas dirigidas hacia actividades del estado, mediante una no menos variada nomenclatura, por ejemplo, soborno, peculado, extorsión, concusión, tráfico de influencias, abuso de información privilegiada, etc., etc.

En el campo jurídico es necesario constatar, además, la tendencia tan importante del actual derecho comparado consistente en la producción de leyes nacionales anticorrupción de diferente tipo. Esta multiplicación y auge de leyes contra la corrupción es de una convergencia tan generalizada en la actualidad, como para hacer que la corrupción no sólo sea política en cuanto que en ella estén envueltos políticos, sino también en cuanto que los políticos ya no pueden prescindir de producir políticas y normas contra ella y que estas políticas y normas crean fuertes restricciones al actuar político.

La relación entre corrupción y política es mucho más profunda de lo que quisiéramos y los políticos estarían dispuestos a admitir. Señores políticos del mundo entero: por favor dejen de robar, los que lo hacen. Como escribió un articulista: “Soy una persona amante del sistema democrático, y conocedor por experiencia propia de la vitalidad y del grado de libertad que el mismo le proporciona a una sociedad. Ustedes no pueden ignorar, del grado de desprestigio que han acumulado en numerosos países y regiones del planeta por obra y acción propia”. Nosotros, los ciudadanos, solamente deseamos vivir bien y que ustedes administren con responsabilidad y probidad los dineros y las propiedades públicos. Los dineros y las propiedades que pertenecen al Estado deben ser sagrados. Todo funcionario debería tener como una premisa clave de su conducta este precepto: ¡Un país revestido con dignidad!

El peor efecto económico de la corrupción no es lo que el funcionario se lleva a su casa o deposita en su cuenta bancaria, sino todo lo que no hace cuando su accionar es corrupto. La principal diferencia entre un funcionario honesto y uno corrompido es que el primero se preocupa por ejercer bien sus funciones y el segundo por enriquecerse. Esa escasa o nula dedicación a la función que debería ejercer, es el mayor daño que causa la corrupción a la economía real. Otro aspecto esencial es que las inversiones se resienten cuando en un país existe una corrupción generalizada, porque hay muchas empresas multinacionales que no admiten pagar sobornos y, entonces, ven dificultada o impedida su participación en un territorio donde la corrupción se haya extendido.

Lo peor que puede hacer la ciudadanía de un país es elegir a sus gobernantes en función de su probidad u honestidad. La honestidad debería ser, señores políticos, un pre-requisito para que nosotros decidiéramos votarlos a ustedes. Como ciudadanos, lo que más importa al momento de elegirlos ha de ser su capacidad de solucionar los problemas y de gestionar correctamente, su decisión de enfrentar las situaciones de fondo que impiden el desarrollo nacional, su visión de futuro, su fortaleza para enfrentar a los sectores de poder, su conocimiento de la realidad, su experiencia política y la excelencia de los planes de gobierno que piensa ejecutar, o la calidad de los proyectos de ley que quiere llevar a una Asamblea legislativa. Un último consejo: no abusen de la paciencia y la tolerancia de los pueblos. Ejemplos de la reacción de éstos no voy a dar. Ustedes, señores políticos, los conocen bien.