No habíamos tenido un incidente tan grave de alteración al normal funcionamiento de las instituciones del Estado desde octubre de 1979, cuando un grupo de militares, invocando erróneamente el derecho de insurrección del pueblo, depuso al último presidente militar de nuestra historia y abrió un proceso de transición que culminó con la promulgación de la Constitución de 1983.

Si bien se habían producido eventos de rupturas constitucionales en el entorno latinoamericano (Fujimori en Perú, 1992, y Serrano Elías en Guatemala, 1993), los golpes o “autogolpes” solo habían sido objeto de estudio en la universidad, como casos hipotéticos que se veían lejos de suceder en El Salvador.

Sin embargo, en febrero de 2020 la situación se produjo. A partir de una errónea interpretación de la Ley Fundamental en su art.167 ord. 7°, que autoriza al Consejo de Ministros para convocar de forma extraordinaria a la Asamblea Legislativa cuando los intereses de la República lo demanden, se tomó tal decisión y se le comunicó a la Asamblea, quien contestó al día siguiente que no veía la causa extraordinaria o excepcional que habilitara la convocatoria por un órgano ajeno al funcionamiento interno parlamentario.

Todo hubiera quedado allí si no fuera porque, quién sabe si como parte de un plan prefijado, el Presidente de la República comenzó a tuitear que los diputados tenían la obligación de acudir a la plenaria convocada por el Ejecutivo, y que si no lo hacían estarían alterando el orden constitucional. Otros grupos afines habían estado señalando desde hacía meses que estaban dadas las condiciones para que el pueblo ejerciera el derecho de insurrección reconocido en el art. 87 de la Constitución, el cual tiene por finalidad “separar en cuanto sea necesario a los funcionarios transgresores, reemplazándolos de manera transitoria hasta que sean sustituidos” en la forma establecida por la misma Carta Magna, es decir, por medio de elecciones.

El Presidente de la República llegó rodeado de policías y militares armados que forzaron la entrada al Salón Azul y rodearon a los parlamentarios presentes. Pasó a ocupar la silla de un ausente Presidente de la Asamblea y se dirigió a un “pleno” en el que solo estaba presente un tercio de los integrantes de dicho órgano. Después de hacer una oración volvió a salir y dijo a los allí reunidos que ahora quedaba “claro quién está en control de la situación”, que si él lo hubiera querido hubiera podido “apretar el botón”; y mientras se iba declaró a un periódico español que si fuera dictador habría podido tomar esa noche todo el poder del Estado, porque contaba “con todos los apoyos” para ello.

¿Mal cálculo del apoyo popular que tendría ese acto de alteración a la división de poderes? ¿Recuperación en el último momento de la conciencia democrática que le sugirió abortar el proceso? ¿Un mensaje de Dios mientras oraba? Tal vez es muy pronto para saberlo.

Lo que sí queda claro es que hubo un uso retorcido del ejército y la policía, instituciones que habían sufrido profundas reformas con los cambios constitucionales derivados de los acuerdos de paz, para agredir a otro órgano del Estado; una repetición del intento que el Legislativo presidido por Sigfrido Reyes y el Ejecutivo presidido por Mauricio Funes habían hecho en 2012, esta vez para controlar al Judicial, aunque esa vez se quedaron en el tarimazo fuera del palacio judicial.

La intervención de la Sala de lo Constitucional al día siguiente ayudó a calmar los ánimos y por el momento, a que se volviera un poco a la normalidad.

El país debe hacer un profundo análisis de lo sucedido. La Asamblea debe interpelar a los ministros de Defensa y de Justicia y Seguridad, así como al director de la Policía; reformar las leyes orgánicas de la Fuerza Armada y la PNC; si es necesario, hacer las respectivas reformas constitucionales pertinentes, introduciendo causas de excepción a las potestades que el Presidente de la República tiene sobre el ejército, la policía y la inteligencia del Estado.

La situación de zozobra producida, con el consiguiente efecto perjudicial a la economía nacional, a nuestras relaciones internacionales y a la conciencia cívica, no debe repetirse. Los órganos Legislativo y Judicial deben hacer lo que sea necesario, dentro de sus competencias, para darnos a todos garantías de no repetición.