Uno de los cultivos existentes a la orilla del río Acelhuate, en las afueras de San Salvador, en la década de 1840. Grabado metálico francés proporcionado por el coleccionista salvadoreño Carlos Quintanilla.


En la década siguiente a la firma de las actas de independencia de España y México, los controles y prohibiciones dentro de los aparatos gubernamentales empezaron a volcarse hacia los diferentes niveles de la república federal centroamericana y de sus cinco estados componentes.

El 31 de agosto de 1832, bajo el gobierno federativo del general Francisco Morazán, el Poder Ejecutivo regional emitió un decreto en cuyo sexto artículo dejó asentado que “ […] el Jefe del Estado, o el que haga sus veces, no podrá recibir de ninguna autoridad ni persona particular emolumentos o dádivas de ninguna especie […]”, aunque no se dejaba señalado el camino legal que se debería seguir para tratar un delito de esa naturaleza si el alto funcionario fuese capturado y acusado por el mismo. En ese sentido, se dejaba en manos de los poderes legislativos bicamerales de la Federación y del Estado salvadoreño parte el desarrollo de los acontecimientos posteriores, hasta que no quedara fijado el procedimiento correspondiente en un reglamento, ley o código.

En la tercera y cuarta décadas del siglo XIX, los principales delitos en contra de las haciendas públicas centroamericana y salvadoreña los constituían el impago de alcabalas y otros impuestos por la venta de papel sellado, contrabando y fabricación clandestina de tabacos, pólvora, aguardientes y textiles, abigeato, exportaciones fraudulentas de cereales, añil, cochinilla y otros productos sin pasar por las aduanas, peso de productos comerciales, rifas y subastas, valúos y agrimensuras manipulados de tierras, la usura, la apropiación de fondos gubernamentales para destinarlos al apertrechamiento para las guerras intestinas y la explotación fraudulenta de minas, fuentes de agua potable y otros recursos naturales.

Debido a que muchas de esas situaciones se producían en sitios remotos, adonde el control estatal era limitado y en transacciones que en su mayor parte quedaban solo entre el funcionario y la persona interesada, se emitió el decreto del 9 de julio de 1834, por medio del cual se ofreció pagar el 25% de la cantidad líquida que se cobrara para aquella persona que descubriera y denunciara deudas a favor del Estado y de la hacienda pública (Menéndez, 1856: 205). Esa disposición estaba dirigida, en especial, a combatir la defraudación en valúos de bienes, mensuras, subastas y préstamos de particulares hacia el Estado o a tratar de recuperar deudas contraídas por funcionarios federales y de gobiernos anteriores, así como a prevenir el endeudamiento público ante personas de origen extranjero y a otro tipo de empréstitos contraídos por las diversas formas de gobierno dentro del ámbito federativo, de tendencia centralista en el manejo de todo lo relacionado con los tres poderes estatales.

En refuerzo de esa disposición, el gobierno federal emitió otro decreto, el 1 de junio de 1835, para motivar a que los particulares denunciaran fraudes en contra de la Hacienda Pública, con goce de una remuneración en efectivo por cada denuncia hecha.

 

Al disolverse el régimen federal y al asumir el Estado de El Salvador su soberanía y el ejercicio de su nueva entidad política como república independiente, el gobierno emitió la segunda Constitución del país el 18 de febrero de 1841, en cuyos artículos 50, 54 y 55 se hizo referencia explícita a funcionarios que cayeran en “traición, venalidad, cohecho y soborno”, por lo que todo empleado estatal quedaba sometido a la “inspección de la Cámara de Diputados, que podrá acusarlos ante el Senado por causa de malversación o abusos en el ejercicio de sus funciones oficiales”. Esa facultad legislativa se mantuvo con el paso de los años, como lo demuestra el hecho de que figura en el artículo 92 del Reglamento interior del Senado, emitido el 21 de febrero de 1846, aunque no se explica el procedimiento que se seguiría ante casos determinados y en contra de cuáles niveles de funcionarios se aplicarían.

Para poder desarrollar ese control dentro de las dependencias del Poder Ejecutivo, el sistema legislativo bicameral de El Salvador fundó el Ministerio de Hacienda y el Tribunal de Cuentas como las entidades encargadas de la administración directa de los fondos y recursos públicos, cuyos empleados estaban obligados a presentar fianzas para asegurarse así “que los caudales públicos se manejen con la caución necesaria”, como rezaba el artículo 39 del decreto emitido el 20 de abril de 1841. Esas nuevas instancias de gobierno se unían a otras heredadas de tiempos federales, como lo eran la Intendencia General del Estado, la Contaduría Mayor de Cuentas, la Tesorería General, la Oficina del Interventor de Rentas y la Fiscalía de Hacienda, que controlaban las funciones de emisión de los estados periódicos de la cosa pública, así como los reclamos y reembolsos correspondientes a los funcionarios encargados de la misma, pero sin contar para ello con leyes principales, sino solo con disposiciones en legislación secundaria o con algunos artículos sueltos dentro de disposiciones administrativas y judiciales. En aquel momento, fraude, usurpación y malversación eran los términos que más se destacaban en los documentos gubernamentales para regular el funcionamiento y administración de la cosa pública y sus funcionarios.

Grabado metálico, realizado por alguien de apellido Deroy, que presenta la actividad frente a la fachada del primer Palacio Nacional de San Salvador, sede de los Tres Poderes del Estado salvadoreño entre 1867 y 1889.


El 19 de junio de 1842, un nuevo decreto fijaba que para una mejor administración de la hacienda pública era necesaria la intervención directa del Juzgado de Hacienda y de una Cámara de Segunda Instancia del sistema judicial salvadoreño. Entre ambas entidades se perseguiría, se fijarían multas y se destituiría a todo aquel empleado que fuera sorprendido haciendo mal uso de los recursos gubernamentales. En caso de ser procesado, condenado y de no devolviera aquella suma o bien de que se hubiera apropiado, el funcionario quedaba sujeto a ser llevado a prisión en las cárceles de San Salvador, la capital del Estado.

Cinco años más tarde, los artículos 34 y 97-103 del decreto del 21 de octubre de 1847 señalaban que los montos malversados que no sobrepasaran los 50 pesos tenían que ser repuestos por el burócrata a partir de su propio sueldo, mientras que los montos que sobrepasaran esa cifra debían ser sujetos a un proceso judicial, como lo establecía el capítulo 3, título 6, parte 1 del Código Penal vigente en aquel momento.

Durante los primeros 50 años, tras la firma de las actas de independencia tanto de España como del Imperio Mexicano del Septentrión, la situación política y económica de El Salvador se vio aquejada por la doble tendencia caudillista entre autonomía-localismo, las frecuentes guerras intestinas e internacionales (como la invasión del Dr. William Walker y sus filibusteros a Nicaragua), diversos fenómenos naturales (terremotos devastadores como el del 16 de abril de 1854, epidemias de cólera y viruela, plaga de chapulín, erupciones volcánicas, huracanes e inundaciones), y una serie de pugnas por el ejercicio del poder político que desembocaron en frecuentes golpes de estado, levantamientos campesinos e indígenas, motines en algunas de las principales ciudades (San Salvador, San Miguel y Santa Ana, en especial), levantamiento de empréstitos forzosos entre la población y reclutamiento constante de los habitantes masculinos que estuvieran en capacidad de servir en las milicias, pero que también eran la fuerza productiva de sus tierras y hogares, los cuales quedaban en manos de las mujeres y de sus hijos de cortas edades.

Grabado metálico de época, que presenta a un grupo de los filibusteros que invadieron Nicaragua a las órdenes del médico y abogado estadounidense Dr. William Walker.


Frente a ese panorama, lo evidente era que El Salvador estaba rezagado en asuntos de progreso político, económico y social. El analfabetismo abundaba entre la población adulta, por lo que el ejercicio de la ciudadanía y sus convocatorias solían desarrollarse por vía oral, mediante la lectura de bandos o manifiestos en plazas públicas de algunas poblaciones. Pero resultaba evidente que el grueso de la población no se enteraba de lo que pasaba en los círculos de poder, asentados en zonas urbanas.

Por esas razones, era muy difícil que la mayor parte de la población tuviera una opinión formada acerca de los fenómenos sociales, económicos y políticos que se daban en aquel contexto, donde predominaba el ser y quehacer militar, con apoyo de una clase ilustrada formada en las universidades de Guatemala, Nicaragua y El Salvador. A la vez, un sector social daba los primeros pasos concretos para consolidar proyectos de envergadura como el funcionamiento de casas comerciales con conexiones en el extranjero, oficinas para trámites bancarios incipientes y la promoción del nuevo cultivo representado por el café, cuya presencia en el territorio nacional puede fecharse desde fines del siglo XVIII, pero con un notorio despegue a partir de las leyes emitidas en 1846, cuando ya El Salvador tenía cinco años de haberse declarado república independiente y haberse separado del conjunto federal centroamericano.

Los sucesivos gobiernos nacionales (desde Rafael Campo y Pomar, Miguel Santín del Castillo, Gerardo Barrios hasta Francisco Dueñas) pusieron énfasis en la modernización del país y en la promoción cafetalera como la base monoagroexportadora para garantizar rentas estables al erario nacional. Además, impulsaron algunos proyectos en beneficio de la población, en especial en lo relacionado con la expansión de la cobertura educativa hacia indígenas y mujeres. Por otra parte, abrieron las puertas de la inversión a extranjeros, en especial europeos y estadounidenses, con el interés explícito de que llegaran al país a desarrollar diversas empresas e industrias con materiales y tecnologías procedentes de la revolución industrial iniciada en el Reino Unido.

Fue así como empezaron a desarrollarse empresas privadas de servicio público, como la llegada de vapores a los puertos nacionales de Acajutla, La Libertad y La Unión, cargados de productos de importación y usados para llevarse los sacos cargados de café, azúcar, añil, minerales y otras materias primas requeridas por las empresas fabriles e industriales de los países más desarrollados. Las instalaciones de la red telegráfica o la puesta en marcha de las primeras vías de tranvía y ferrocarril eran impulsados gracias a decenas de animales de tiro.

En sus contrataciones con el gobierno, muchos de esos extranjeros obtenían tratos preferenciales (como libre uso de telégrafo, impedimento de que su personal tuviera que prestar servicio militar obligatorio, exención de impuestos durante determinado número de años, etc), a la vez que lograban obtener permisos de operación que constituían verdaderos monopolios durante cinco, diez, veinte o hasta cincuenta años de vigencia.

Esas situaciones eran toleradas por los gobiernos de turno bajo el alegato de que eran necesarias para la buena marcha del país y que, además, era una forma de modernizar el estado económico y de ofrecer alternativas de producción a un país que durante siglos había estado anclado a las limitaciones cíclicas de la productividad agropecuaria.