Todavía es imponderable el cálculo de los estragos sociales y económicos que al final causará el Covid-19 al mundo; de estos, de ninguna forma escapará la región y menos el país, para nosotros la “vara” será mayor por nuestro sub desarrollo. Solo al salir del tenebroso túnel, podremos establecer cuánto daño causaron los contagios, así como el peso de responsabilidad atribuible a la salvaje campaña de terror psicológico gestada por el gobierno y las multinacionales farmacéuticas, amplificada desde algunos medios de comunicación tradicionales y muchos alternativos.

Solo las naciones más desarrolladas podrán seguir el rastro para establecer el origen, causas y responsabilidades por el meteoro viral, pero definitivamente el caldo de cultivo que favoreció la multiplicación de la crisis descansa en el modelo de globalización excluyente, fundado en el exacerbado patrón de consumo de bienes y servicios, el despilfarro, la indiferencia, la irracional depredación de los recursos naturales del planeta y el acérrimo individualismo egoísta carente de conciencia ambiental que aceleran los estragos producidos por el cambio climático, incluyendo fenómenos virales, que dificultan la capacidad resiliente de adaptación a nuevos fenómenos.

Esta crisis por la magnitud de estragos principalmente económicos podría ser la más significativa desde los devastadores efectos de la Segunda Guerra Mundial; desde entonces, algunas naciones destinaron ingentes recursos por la supremacía nuclear e impusieron control a países emergentes para limitar su potencial atómico, fiebre que creció después de las atrocidades contra Hiroshima y Nagasaki. Esta carrera armamentista absorbió los recursos de la educación, las ciencias, y la investigación científica; el mundo perdió de vista la amenaza y preparación ante epidemias por riesgo bacteriológico y viral. Solo en febrero de este año Estados Unidos redujo su aporte en un 53% a la Organización Mundial de la Salud.

Hoy se profundiza el debate sobre dos maneras de abordar esta crisis. En un extremo, gobiernos -como el de El Salvador- de forma autoritaria imponen improvisados y represivos campos de cuarentena y “retención”, con severas fallas de organización, administración y atención médica, revestidos de cuestionados decretos de suspensión de garantías fundamentales que riñen con preceptos constitucionales. Quizás un día sabremos la efectiva contención viral de este mecanismo represivo, intolerable para amplios sectores populares que no cuentan con ingresos seguros, haciendo explosiva su condición humana, y que destruye las capacidades económicas y productivas nacionales, difiriendo los costos humanos al profundizar el desempleo y pobreza.

Otros gobiernos, fundados en un modelo de salud preventiva integrada, apoyados en la experiencia de sendos programas de unidades comunitarias de salud, con amplia participación local, decidieron arriesgarse priorizando un modelo orientado a la responsabilidad del distanciamiento social, con intensas campañas educativas para ese propósito, orientando la desinfección personal y familiar rigurosa y permanente, combinado con un intenso testeo de muestras de laboratorio para focalizar y aislar los contagios comprobados. La virtud de este modelo ha sido disminuir el impacto de las capacidades económicas y productivas.

En uno y otro modelo hay costos, en un caso inmediatos, y en otro diferidos.

A lo largo de la historia, solo las estructuras sociales más organizadas y visionarias han sido capaces de adaptarse con éxito al cambio. Es iluso creer que nuestro país y el mundo volverán a la “normalidad” después de semejante crisis. Más allá de lamentables costos humanos y económicos, este doloroso momento es oportunidad para replantearnos el rumbo y futuro de nuestra nación. El liderazgo debe ser herramienta para establecer rumbo, confianza, fe y esperanza en la capacidad de renacer; no debe imponerse el odio y confrontación “yihadista”, la dejadez, aislamiento, ni el abandono.

Después de la Guerra Civil, para el país esta es la peor crisis por la combinación del impacto humano y económico. Pero es también la oportunidad de asumir junto a toda la sociedad, sin exclusiones, la agenda de grandes transformaciones sociales y económicas: el consenso sobre la reforma e inversión en salud y educación y un acuerdo para iniciar la reconstrucción después de la crisis. Ningún gobierno en la historia de El Salvador recibió el aval legislativo unánime para gestionar semejante paquete de financiamiento de más de dos mil millones de dólares y otras medidas, por ende, queda demostrado que solo juntos con racionalidad y entendimiento le podemos poner ruedas a la esperanza.