75,000 víctimas mortales y 8,000 personas desaparecidas forzadamente de la población civil no combatiente, producto del accionar de agentes estatales; centenares detenidas ilegalmente y torturadas, en los sótanos de los cuerpos represivos y otras cárceles clandestinas; cientos de miles que abandonaron sus viviendas, desplazándose internamente o emigrando. Son estas algunas cifras míticas del terror propiciado por una política criminal impulsada, desde 1970 hasta finales de 1991, para salvaguardar los intereses del poder económico salvadoreño.

Míticas, sí, porque mucha gente no sabía que existían organismos dedicados a acompañarla en defensa de sus derechos pisoteados; también haciendo lo humano y legalmente con las instituciones correspondientes, aunque fueran cómplices “necesarias” de la brutalidad oficial. Míticas, también, porque si sabían que en la capital estaba el Socorro Jurídico Cristiano las víctimas directas sobrevivientes y familiares víctimas, mayoritariamente en el campo salvadoreño, no tenían recursos económicos para desplazarse hasta esa oficina.

Míticas, además, porque aun teniendo algunos centavos para el traslado había que tener valor para superar el temor de ser una cifra más en la lista, al atreverse a informar sobre su caso. Míticas, finalmente, porque en esas cantidades no se incluyen culpas insurgentes similares que deben sumarse desde 1970.

A esa etapa de nuestra historia examinada por la Comisión de la Verdad, le llamaron “la locura”; a los acuerdos para terminar la guerra y al ambiente inicial del proceso diseñado para pacificar el país, le llamaron “la esperanza”. Previamente, las partes firmantes prometieron entregar toda la información requerida y cumplir las recomendaciones emitidas. Pero solo cumplieron algunas; otras las mal cumplieron o las incumplieron.

Hubo una decisión política que socavó profundamente el prometedor proceso: impedir que funcionaran ejemplarmente los tribunales de justicia, ante los casos incluidos en el informe de la Comisión de la Verdad u otros similares. Ello, pactaron, “independientemente del sector al que pertenecieren sus responsables”. Esa obligación la denominaron “superación de la impunidad”; al aprobar en 1993 una amnistía amplia, absoluta, incondicional y ‒ contraria a los estándares internacionales de derechos humanos, lograron lo contrario: fortalecerla.

Las atrocidades ocurridas no fueron una farsa; tampoco la propuesta de esa necesaria acción ejemplarizante de la justicia, con la cual se esperaba enviar un contundente mensaje anunciándole al país y al mundo que, “tocando” lo hasta entonces “intocable”, cualquiera que transgrediera la ley ya no estaría encima de esta. Por eso estamos hoy, lamentablemente, como estamos. De eso, del fin de la guerra a la fecha, no se salva ninguna administración del Órgano Ejecutivo.

Por “blindar” a un grupo de criminales responsables de las atrocidades ocurridas antes de la guerra y durante la misma, se contribuyó y se sigue contribuyendo a mantener atrofiadas las instituciones integrantes del sistema de justicia. También por proteger a sus financistas y a quienes, superado el conflicto armado hace 29 años, hicieron y siguen haciendo de las arcas estatales su coto de caza.

La desmilitarización de la seguridad pública acordada en aquella época, rápidamente comenzó a revertirse. El primer patrullaje conjunto entre policías y soldados se realizó el 16 de julio de 1993, exactamente año y medio después de la firma del llamado Acuerdo de paz de El Salvador más conocido como el Acuerdo de Chapultepec. A eso le siguieron las “manos duras” y “súper manos duras” que, según los vientos electoreros que soplaban y soplan, dieron y dan paso a las treguas entre politicastros y delincuentes.

Así las cosas, hoy más que nunca, es ilusorio hablar de una institución castrense profesional y apolítica como lo manda la Constitución; pero, eso sí, es ciegamente obediente y nada deliberante cuando las órdenes que recibe son nefastas. Y eso es altamente riesgoso para la salud nacional.

Asimismo, la corrupción que se pretendió superar en el soñado “nuevo El Salvador” siguió rampante, campante y creciente. Por eso, las mayorías populares no ven mejoras sustanciales que les permitan dejar atrás su sempiterna mala calidad de vida. Pero en sus manos y las de sus honestos liderazgos surgidos de las mismas, está la salida del histórico hoyo en el que permanecen sumergidas. Esa es una esencial lección de nuestra dolorosa historia que debemos conocer y aprender, por encima de la farsa oficial pasada y presente.