Hace seis lustros se consumó uno de los tantos terribles y aún impunes delitos contra la humanidad ocurridos en El Salvador. El “caso jesuitas” le llaman, en su mayoría, quienes, dentro como fuera del país lo analizan o comentan. Eso es una injusticia encaramada en la de por sí injusta masacre ocurrida en la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, el 16 de noviembre de 1989, porque así se ha ocultado en buena medida‒durante tres décadas a dos mujeres víctimas que obviamente no eran sacerdotes: Julia Elba Ramos y Celina Mariset, su hija. Por acción u omisión, eso ha pasado. En el “mejor” de los casos, no han sido reconocidas suficientemente en la posguerra; son parte de las víctimas recordadas, quizás, solo por sus familiares sobrevivientes.

Bueno, eso no es del todo cierto. A veces, son consideradas entre las ocho personas ejecutadas dentro del recinto universitario, aquella madrugada hace tres décadas. No siempre con sus nombres; es raro que los citen. Lo común es que se mencionen como la “cocinera y su hija” o las “dos empleadas”; lo que se acostumbra hacer, cuando son evocadas, es incluirlas al final del listado. Ubicar ese atroz hecho criminal desde ese enfoque y etiquetarlo bajo esos términos, son errores que deben corregirse.

En primer lugar, obviamente, por su memoria. Pero también porque Ignacio Ellacuría –la víctima más mencionada y homenajeada entre las ocho, planteó que la perspectiva y validez universal de los derechos humanos puede y debe alcanzarse. Pero, para ello, insistió en tener presente la centralidad de las mayorías populares para su liberación.

Y esa madre junto con su hija son muestra evidente del sufrimiento de años y años padecido por el pueblo salvadoreño. Los seis sacerdotes pertenecen a una Iglesia martirial, que tiene a san Romero de América como su figura más emblemática. Cada cual, a su manera, dedicó parte de su vida a lograr esa necesaria liberación; por la decisión siniestra de grupos de poder hasta ahora intocables, terminaron uniéndose al destino del pastor.

Pero darle su lugar preferente a estas dos mujeres inmoladas, además de intentar ser un signo de coherencia con el pensamiento y la obra de Ellacuría, es un acto de justicia que reivindica al resto de víctimas anónimas del pueblo –centenares de miles– las cuales tienen mayor trascendencia moral y ética que mucha de la gente que hicieron la guerra y se abrazaron entre sí al final de la misma.

Del ignoto rincón donde se encuentran las víctimas ultrajadas por el olvido, más allá de los “casos ilustrativos” incluidos en su informe, la Comisión de la Verdad rescató en uno de sus anexos cierta parte de ese dolor humano; en el sexto aparece el listado de aquellas cuyos casos le fueron presentados directa o indirectamente. Al menos así, se puso nombres y apellidos a la ignominia. Pero si el informe citado no tuvo más que una mínima difusión, el conocimiento de sus anexos es hasta la fecha –con seguridad– casi inexistente.

Por ese ocultamiento deliberado, todas las víctimas –Julia Elba y Celina Mariset, las registradas por la Comisión de la Verdad y las que no– requieren hoy que se reconozca su existencia y se les dé en la historia el lugar que les corresponde, para contribuir a enderezar el rumbo de un proceso cuyo propósito era transformar de fondo a El Salvador. Lo que se ha logrado a lo largo de casi 28 años de aquel “adiós a las armas”, solo son cambios de forma que no han impactado positivamente la vida de las víctimas; tampoco la del resto de las mayorías populares.

Hay que liberarlas del ostracismo en que las tienen, más allá de los “perdones generales” pedidos hasta la fecha, y colocarlas en el centro de la historia para ser vistas en retrospectiva y puestas en su perspectiva actual, procurando de todas las formas lícitas y legítimas posibles la postergada participación vital de ese pueblo que,‒digan lo que digan, sigue sufriendo. Esa participación es la que en la posguerra ha estado ausente, pese a ser la clave para alcanzar su beneficio radical: vivir en un país democrático, respetuoso de los derechos humanos y en paz.

Cuando un Estado únicamente reconoce en el texto constitucional a la persona humana como el origen y el fin de su actividad, sin que su práctica sea tal al no atender las demandas de las víctimas de antes y durante la guerra ‒también de la posguerra lo que continúa extendido y en aumento es el mal común con sus graves consecuencias que mantienen permanente el “dolor de patria”. Contra eso se ha batallado durante estos 30 años transcurridos tras esta masacre y eso se ha hecho con el aliento de dos mujeres mártires símbolo del pueblo salvadoreño hay que bajarlo de la cruz en la que permanece‒y de seis curas que desde su inspiración cristiana lo acompañaron hasta el sacrificio último, con la entrega de su sangre.

Ese es el homenaje que aún sigue pendiente para estas dos mártires y los jesuitas sacrificados junto a ellas.