Rodeado de extensos territorios pertenecientes a la India, Bangladés, Tailandia y China, la “República de la Unión de Myanmar” (antigua Birmania) suena lo bastante exótica y lejana para importarnos a quienes vivimos en El Salvador. Sin embargo, el drama humano, la crisis política y los efectos que todo esto tiene en la capacidad de la comunidad internacional para respaldar a las democracias en construcción, la convierte en un ejemplo del escenario que no se desea para nuestro país, ni ahora ni en los años venideros.

Myanmar nació como república independiente a mediados del siglo pasado, cuando finalizada la Segunda Guerra Mundial, Inglaterra reconoce su independencia y se inicia un lento proceso de reconstrucción tras años de guerra y de ocupación japonesa.

Su diversidad étnica y la poca experiencia en el ejercicio de la democracia contribuyeron a hacer de este un país sometido a constante agitación interna, la cual no pudo encausarse pacíficamente, como lo demuestra la todavía reciente crisis de los musulmanes rohingya, que a diferencia de los 135 grupos étnicos que cuentan con reconocimiento oficial, aún no cuentan con este y ha sido víctima de graves violaciones a sus derechos humanos, así como al éxodo que hace cuatro años la ONU calculaba en más de 700 mil seres humanos huyendo de las matanzas hacia la frontera con Bangladés.

Pero, además de la falta de cohesión étnica, religiosa y cultural, Myanmar arrastra a lo largo de su historia el problema y el trauma del militarismo. En 1962, sufrió el primer golpe de Estado a cargo de un grupo de militares opuestos a cualquier concesión con los grupos separatistas, a la diversidad de partidos políticos y a la libertad de prensa, esta última siempre tan incómoda y en todas partes.

En 1974, se aprobó una nueva Constitución que le concedió el poder de facto, hasta entonces en manos de las Fuerzas Armadas, a una supuesta “Asamblea Popular” en la que prevalecían los mismos golpistas ya en situación de retiro, burlándose así las aspiraciones de libertad de la sociedad de entonces.

A lo largo de las décadas siguientes, la difícil situación económica, los cambios provocados por el fin de la guerra fría y la propia dinámica geoestratégica en Asia, condujeron a la creación de nuevas juntas o asambleas de gobierno, que, aunque con tintes reformistas, unas más y otras menos, estuvieron siempre bajo el control de los militares, ahora convertidos también en empresarios además de políticos no sujetos a elección popular.

No fue sino hasta el 2015 que Myanmar tuvo sus primeras elecciones libres, logradas tras una lucha heroica en la que los sectores de oposición pagaron un alto precio en vidas, y que condujo a la creación de un nuevo gobierno encabezado por la líder de oposición y Premio Nobel, Aung San Suu Kyi, quien en pocos años pasaría de ser considerada una defensora de derechos humanos a enfrentar demandas ante la jurisdicción internacional, por la ya mencionada crisis Rohingya.

Además de esta crisis humanitaria, provocada por la falta de control sobre los militares, así como por la discriminación y la ausencia de una verdadera oposición democrática, la libertad ciudadana en Myanmar se ha visto comprometida por la persecución a la prensa libre e independiente, mediante el uso de la “Ley de Secretos Oficiales”, con la que se ha detenido a corresponsales de agencias internacionales, activistas pro derechos humanos y a cualquiera que se atreva a denunciar públicamente los abusos de poder.

Este ejército de Myanmar, que dio un golpe de Estado el mes pasado, ante la inminente pérdida de su poder tras las elecciones de noviembre -sobre las que alega que hubo fraude-, es el mismo que durante los últimos años ha controlado la cuarta parte de los escaños parlamentarios, así como la titularidad de los ministerios de defensa, interior y asuntos fronterizos. Ahora, los jefes militares han declarado un estado de emergencia de un año, bajo el mando del general Min Aung Hlaing, quien ha declarado públicamente su aspiración de mantener una “democracia disciplinada” en su país.

Los riesgos y similitudes con El Salvador son muchas, la diferencia no solo es cultural, sino que también temporal. Aquí aún nos queda tiempo y espacio para la verdadera organización ciudadana, para un eventual uso del espacio público y para respaldar los derechos y libertades de todos. Con el tiempo se verá.