Hace una semana el presidente Nayib Bukele volvió a equivocarse en la percepción de hechos que tienen la mayor importancia para la convivencia y la democracia en nuestro país: un grupo de miembros de la seguridad del Ministerio de Salud, disparó en plena vía pública contra un transporte repleto de personas que volvían de una actividad proselitista del partido FMLN.

Que las víctimas fueron militantes, activistas o simpatizantes del FMLN pasa a segundo plano, lo grave es la pérdida de vidas y la muestra de matonería e intolerancia que algunos siguen mostrando antes de cada elección. Estas son las consecuencias del discurso beligerante de Bukele, quien no se tardó en asegurar en redes sociales (como acostumbra) que todo se trató de un “auto atentado” que demostró los supuestos extremos de desesperación a los que, desde su percepción, estaría llegando la oposición política ante las próximas elecciones.

Las afirmaciones del presidente no solo ponen en duda su capacidad para percibir la realidad, dejan en evidencia su incapacidad para hacer política y para reafirmar, al menos por conveniencia, el sentido humano que debe inspirar a todo gobernante ante el sufrimiento de sus conciudadanos, y más frente al abuso de poder que, con lujo de violencia, mostraron los atacantes en este hecho, seguros probablemente de la impunidad que cobija a quienes guardan las espaldas de los principales funcionarios en el poder, y que no contaban con las cámaras de video que registraron lo ocurrido.

Pero a Bukele le venía mejor aprovechar este ataque para contra atacar a su manera, para reaccionar más como si de un propietario de discotecas se tratara, y menos como el Presidente de la República que es o debería ser.

El Excelentísimo tiene serios problemas de manejo de carácter, como lo demostró hace un año, desde el ya conocido por todo el mundo como “9F”, que nos ha dejado las muestras del fascista en pañales que aquí gobierna, porque solo una mente infantil, de las que apenas se estrena en el mundo, podría haber sido tan irresponsable de tomar por asalto la Asamblea Legislativa bajo la excusa de que pretendía convocar al pleno de los diputados, y luego, afirmar que lo único que pretendía era protegerlos, previa consulta con el Supremo Hacedor, quien le habría aconsejado que tuviera paciencia. En fin, hace un año tuvimos el primer acto de una puesta en escena a la que se prestaron los jefes militares y policiales, contradiciendo su juramento de cumplir y hacer la Constitución y por lo que algún día pueden terminar en la cárcel, o con su jefe en el manicomio, si esto fuera posible.

Lo grave no es que Bukele se equivoque, sino más bien que este persiste, y nadie de su entorno político-colegial se lo hace notar, tampoco se lo dicen sus asesores familiares, menos los miembros del Gabinete, tan necesitados ellos mismos de ayuda psicológica, y los militares, además de burlarse a sus espaldas, prefieren esperar su momento: cuando el zarpazo institucional que ya preparan les permita, en medio de una futuro crisis, retomar el puesto que les quitó el proceso de paz, hace ya tantos años, quien diría.

Mientras tanto, se vive una situación crítica a tres semanas de las elecciones legislativas y municipales, en el que la agresión de hace una semana ha exacerbado los ánimos de varios sectores en campaña, a la vez que dicho tensionamiento es visto por Bukele como una excusa para intensificar sus ataques a las instituciones y para seguir mintiendo: pretendiendo alterar la realidad de los hechos –como lo hizo el 9F, está dicho- o afirmado que cuenta con otros videos que darían cuenta de agresiones mutuas el domingo antepasado, o gastando millones adicionales en su permanente campaña publicitaria, de la que su imagen es el centro de devoción.

Me pregunto a qué horas estudian los futuros oficiales de la Fuerza Armada, tan ocupados los últimos dos años casi, en formar vallas de honor para el Excelentísimo, en quitarse y volverse a poner el uniforme de gala, colocar decenas de banderas, alinear la alfombra roja, en fin, un espectáculo decadente, de república bananera, con un mandatario que persiste en sus errores, a costa de las vidas y la hacienda pública. Un espectáculo errante que parece querer continuar.