Estos han sido los estados de ánimo más evidentes a lo largo de la última semana. A la vez que el recuento final de votos da paso a las pasiones y escándalos propios de una clase política -con muy poca clase-, que ha hecho de los asuntos públicos un circo de vencedores, vencidos o vendidos, donde ya no es posible saber qué más se puede esperar de funcionarios que trabajan como militantes, de militantes a quienes se les olvida que ya son funcionarios y de un presidente que con su partido político –al que no está afiliado- sigue alegando fraude y arbitrariedad aún cuando es evidente que ganaron la mayoría de cargos en disputa.

En medio de todo esto, se escucha repetir con demasiada frecuencia la idea de que el resultado de las elecciones legislativas y municipales no es nada nuevo en nuestra historia, que en el pasado inmediato los partidos de Conciliación Nacional (en los 60) y la Democracia Cristiana (en los 80) ya contaban con mayorías absolutas, con un férreo control de la administración central y local, acuerpados en su ejercicio por una Fuerza Armada y cuerpos de seguridad cómplices. Nada nuevo, repiten quienes sostienen este derrotismo ciudadano, como si no fuera precisamente esa historia la que nos llevó a una guerra civil y al diálogo y negociación para acabar con esta, y para que esas realidades no se repitieran ya que las instituciones, los políticos y la ciudadanía lo haríamos imposible.

Se olvidan quienes abrazan este derrotismo, que el sistema político, aún con sus fallas e imperfecciones, fue capaz durante las décadas de posguerra de interpelar con éxito a varios funcionarios, logró destituir a un Procurador para la Defensa de los Derechos Humanos, e incluso, se expulsó de la corporación policial a un exdirector activo en el servicio exterior, hace poca más de diez años. Por supuesto que estoy refiriéndome a casos excepcionales, pero que constituyen evidencia –pírrica si se quiere- de que con una mayor participación ciudadana, medios de comunicación independientes y funcionarios responsables, esa democracia en construcción, producto de los Acuerdos de Paz, no solo era perfectible, también era deseable.

Lo que dará al traste con esta es el desencanto de la mayoría, cansada de políticos que hicieron del servicio público una fuente de enriquecimiento y de la insensibilidad ante las necesidades colectivas una forma de indiferencia, de clientelismo y de mecanismo para la cooptación de cualquier tipo de organización o iniciativa que cuestionara sus privilegios. Han sido muchos los alcaldes y diputados que a lo largo de las últimas décadas se han vendido al mejor postor, confiados en la impunidad que les garantizaba el fuero constitucional a unos, o la inoperancia de los entes fiscalizadores a otros, o más bien, a la totalidad de estos, si pensamos en la Corte de Cuentas en manos del mismo partido político durante tantos años.

El hartazgo de tantos tenía que acabar con semejante estado de cosas, lamentablemente la única opción no es muy diferente de los mismos males que dice combatir. El partido político del presidente ha construido una base de apoyo por medios virtuales, ha logrado una ventaja indiscutible sobre sus contendientes haciendo uso de recursos públicos y finalmente, ha quebrantado la mayoría de reglas que otorgaban una certeza mínima, sobre lo que se esperaría de un funcionario en cumplimiento de sus atribuciones, tal como se indica en la Constitución vigente, aclaración que ahora es oportuna, ya que no se sabe con qué tipo de carta magna terminará este período, si es que alguna vez termina.

A todo lo anterior se ha sumado el más extraño optimismo, el que anuncia la probable buena voluntad de un presidente que podría hacerlo mejor, que usará el inmenso poder acumulado para construir libertad y democracia, o que seguramente va a recapacitar ahora que tendrá libertad absoluta para actuar y decidir, en fin, un “buenismo político” que es casi tan ingenuo e insoportable, como el triunfalismo de quienes ya se asumen como los verdaderos ungidos de la patria, “de hijos suyos podernos llamar”. En fin, la embriaguez del triunfo que todos conocemos.

Quedan opciones en medio del caos o del “apagón constitucional” en ciernes: la educación política de quienes rechazan el fanatismo, la participación a nivel local de los más variados actores en torno a la cultura y a la política, se trata de reunir a quienes quieran otro país y lograrlo.