“La Constitución como norma y el Tribunal Constitucional” se llama un libro publicado en 1981 y cuyo autor, el jurista español Eduardo García de Enterría, tuvo gran influencia en la transición democrática española en la década de los setenta del siglo pasado.

Porque pareciera que todos los aportes y avances del Derecho vinieron del siglo pasado, a tal grado que especificarlo suena ya a redundancia. En fin, ese libro que años después circulaba también en nuestro país, daba una clara idea del valor de la Constitución como un “instrumento de cohesión social”, pues dada la multiplicidad de visiones e intereses que se conjugan o enfrentan en cada época y lugar, la existencia de un documento que defina el tipo de Estado que se aspira a construir, junto con la lista de derechos y alcance de las potestades gubernamentales, son las características esenciales de lo que suele reconocerse como “Estado de Derecho”.

García de Enterría estaba en lo cierto: la existencia de consensos no solo garantiza la tranquilidad de la sociedad, sino que mucho más: pasa por el reconocimiento del disenso y apuesta por la solución de las controversias, mediante la intervención de jurisdicciones constitucionales que pongan punto final, a las desavenencias entre gobernante y gobernados. Los conflictos humanos son inevitables, la dictadura y el autoritarismo no, estas pueden y deben evitarse.

Todo esto me lleva a pensar sobre el estado de la cuestión en El Salvador: ¿Tenemos un Estado Constitucional? Y más importante aún: ¿Existen un futuro constitucional en los tiempos que corren? Quiero recordar que apenas se había firmado el acta de los Acuerdos de Paz de Chapultepec en México, cuando aquí ya se hacía énfasis, mediante una sentencia de inconstitucionalidad, que en el país prevalecía un “Estado Constitucional de Derecho” (Inconstitucionalidad 3-92 y 6-92) caracterizado por la supremacía constitucional, la división de poderes u órganos, el reconocimientos de los derechos humanos “y la existencia de cauces destinados a defenderlos…”.

Así las cosas, esto se quedó como una mera declaración de buenas intenciones. Eran tiempos para anunciar la paz y finalizar los combates, para volver a reunirse y a mezclarse y los salvadoreños nos dábamos por satisfechos con ese avance que no era despreciable, luego de doce años de matarnos a conciencia o al menos de intentarlo. Allí está el Informe de la Comisión de la Verdad dando cuenta de ello para siempre.

Pero un Estado Constitucional en el que su texto rector, la Constitución, prevalece sobre todas las leyes y obliga a todas las personas, necesita actualizarse constantemente, de allí la importancia de la Sala de lo Constitucional de la Corte de Suprema de Justicia, que despertó de su letargo histórico en julio de dos mil nueve, que hoy por hoy batalla por no volver al sueño de los justos –nunca mejor dicho-, y que constituye una verdadera limitación al poder, a cualquier poder, cosa que les suena a conspiración a los privilegiados de turno.

Por eso es que a finales del año pasado, se hizo realidad lo que ya era un secreto a voces: el Gobierno ha tomado la iniciativa de convocar a una consulta nacional, o al menos eso dice, para diseñar reformas constitucionales que permitan…no se sabe aún que pretenden que permitan o faciliten, ya que los documentos gubernamentales existentes señalan una serie de reformas que bien pueden ser alcanzadas mediante el proceso legislativo habitual. Y mientras el Secretario Jurídico de la Presidencia asegura que no van a alterarse las llamadas “clausulas pétreas”, el vicepresidente Félix Ullóa dice lo contrario, cuando reconoce que lo sujeto a revisión abarca desde el Preámbulo hasta la disposición final, es decir, todo el texto constitucional vigente.

Debe recordarse que una cosa es la reforma de disposiciones constitucionales y otra, la creación de una nueva Constitución, normalmente mediante la convocatoria a una Asamblea Constituyente, pero pareciera que el Gobierno de Bukele pretende lograr lo segundo haciendo lo primero, cuando de lo que se trata es de redactar una verdadera Carta Magna que para serlo, necesita gozar de legitimidad y no solo de legalidad, y aquella, solo se logra con la participación en libertad e igualdad de la mayor cantidad de ciudadanos y sectores representativos de la sociedad.

Sólo así los cambios a los que se aspira serán positivos y permanentes, de lo contrario, no tenemos un futuro constitucional.