El día 2 de diciembre de 1980… “miembros de la Guardia Nacional de El Salvador detuvieron a cuatro religiosas, una vez que ellas habían abandonado el aeropuerto internacional. Las religiosas Ita Ford, Maura Clarke, Dorothy Kazel y Jean Donovan fueron llevadas a un lugar aislado, y luego las ejecutaron disparándoles a corta distancia…”.

Así inicia el resumen de este caso, que, como otros sobre los que ya he escrito en las semanas anteriores, fue incluido en el Informe de la Comisión de la Verdad de 1993 y que tantas reacciones de rechazo recibiera del gobierno de entonces y -como no- de la cúpula militar de la época. El caso de las religiosas norteamericanas también sigue esperando a que se juzgue a todos los responsables.

Pero existen otras coincidencias entre lo ocurrido a los dirigentes del FDR secuestrados y asesinados en noviembre de ese mismo año, y a la comunidad de la UCA masacrada en 1989. En todos estos casos existió una voluntad individual de las víctimas de cumplir con la misión asumida en defensa de los derechos humanos, desde ópticas diferentes por supuesto, pero con la convicción de trabajar para hacer de esta una sociedad más justa.

Este compromiso, insisto, se tradujo en decisiones individuales que les llevaron a la muerte: Enrique Álvarez Córdova, por ejemplo, ya había trabajado desde el Ministerio de Agricultura en una administración anterior, había impulsado infructuosamente el proceso de reforma agraria en los setentas y luego abandonó el país, consciente de las limitantes que la política interna ofrecía para cualquier esfuerzo de reforma. No fue sino hasta después del golpe de Estado del 15 de octubre de 1979, que fue convencido de volver para hacer otro intento, ahora como titular de la cartera de estado, en la que apenas pudo mantenerse dos meses, antes de salir y optar por la política, esta vez desde el FDR, con cuyos dirigentes encontró la muerte.

Las monjas Maura Clark e Ita Ford, pertenecientes a la congregación de las Hermanas de Maryknoll, trabajaban desde hacía tiempo con refugiados dentro y fuera de El Salvador. Antes de ser asesinadas junto a Dorothy Kazel, que era monja de la Orden Ursulina y a Jean Donovan, misionera laica, ambas habían estado en territorio estadounidense, dando entrevistas públicas sobre la situación de El Salvador, gestionando ayuda humanitaria para las víctimas de desplazamiento interno, y anunciaban sin reparos su intención de regresar al país en el mes de diciembre, como efectivamente lo hicieron, encontrando la muerte a manos de guardias nacionales vestidos de civil, al solo salir del aeropuerto provenientes de Nicaragua.

El padre Ignacio Ellacuría fue sorprendido con la noticia de una ofensiva militar del FMLN mientras se encontraba de gira por España, donde no solo iba a recibir un reconocimiento por su trabajo sino que, además, se disponía a formalizar una serie de acuerdos con universidades de posgrado, con los que se ampliaría la oferta académica de la UCA. Al conocerse las acciones militares en las principales ciudades del país, fueron muchas las voces de colegas y amigos que le aconsejaron no volver, teniendo en cuenta los años de amenazas y atentados explosivos al campus y a las casas de la Compañía de Jesús.

Pese a las advertencias recibidas y de las que existen varios testimonios, Ellacuría decidió volver. Había recibido una carta del presidente Cristiani en la que le invitaba a participar en una comisión que investigaría el atentado explosivo contra la sede de FENASTRAS, ocurrido en pleno mediodía del 31 de octubre de aquel año y que provocó la muerte de nueve de sus dirigentes y heridas en más de cuarenta personas. El regreso del rector de la UCA fue informado al Estado Mayor por uno de los retenes que controlaba el ingreso al campus, los hechos posteriores son los que en su mayoría ya conocemos.

El sacrificio de Ita Ford y sus compañeras religiosas tiene el denominador poco común entre los seres humanos pero compartido por tantos mártires en este país: optaron por el riesgo, por sobreponerse al miedo y a sus necesidades personales a cambio de compartir su misión y su magisterio de vida con los más desposeídos de El Salvador. Ellas, como Álvarez Córdova, como Ellacuría y tantos otros, decidieron volver, su legado perdura a cuarenta años del martirio.