Rodrigo Borja, expresidente ecuatoriano, define al estadista como aquel “gobernante serio y eficaz, que domina las ciencias políticas y además el arte de conducir a los pueblos. Es el teórico y práctico del poder”. “No todo político ‒asegura‒ es o puede ser estadista”. Carlos Alberto Voloj, jurista panameño, ve al estadista realizando el sueño de quienes lo eligieron: “Vivir en paz, en salud y en prosperidad permanente”. “Se puede aprender a ser estadista ‒afirma‒ si el político estudia arduamente y se determina a ser disciplinado, a tener independencia política y a resistir las tentaciones de atracar al erario y los bienes del Estado”. Y el estadista evita “asociarse con personas inescrupulosas y solapadas” porque dañan su imagen y su trabajar por el país.

En el nuestro, no aspiraríamos a tanto; no por creer que El Salvador no merezca alguien de ese talante, sino por saber que el actual inquilino de Casa Presidencial ni siquiera alcanza a tener la estatura de presidente. ¿Por qué? Por algo fundamental. Además de incumplir varias atribuciones y obligaciones establecidas en el artículo 168 constitucional, hay una contemplada en su cuarto ordinal que la está dinamitando: “Procurar la armonía social, y conservar la paz y tranquilidad interiores y la seguridad de la persona humana como miembro de la sociedad”.

Sus tuits de odio inundan la política salvadoreña y las consecuencias negativas de los mismos saltan a la vista. Iba a decir sus discursos pero son tan escasos, aunque igualmente nocivos para la buena salud nacional. Está dañando la política del país porque lo que existe entre partidos y funcionarios ya está dañado: no pasa de ser politiquería electorera barata. Pero la política es la actividad de quienes ocupan un cargo en la administración estatal y de la ciudadanía participando en asuntos públicos nacionales y locales, opinando al respecto, eligiendo a sus gobernantes o ejerciendo contraloría social, por ejemplo.

Ante la ligereza de Nayib Bukele en tantos temas, casi en todos, vemos subalternos agachándole la cabeza y bastante gente celebrando sus ocurrencias. Ese cuadro fue superado este domingo pasado: asesinaron a Gloria Rogel del Cid y Juan de Dios Tejada; hubo también personas baleadas. Este atentado terrorista se conoce ya, dentro y fuera del país; son abundantes sus condenas por parte del cuerpo diplomático, de Naciones Unidas y muchas otras entidades y personalidades.

¿Por qué atentado terrorista? Pues no sería extraño que alguna mente enfermiza de las que hay en el entorno del mandatario, haya pretendido aterrorizar simpatizantes de la oposición y población desencantada por Bukele en función de desalentar su participación en las elecciones del 28 de febrero. El estadista, recordemos, no se junta con chusma inescrupulosa que daña su imagen. Por eso digo que Bukele no es estadista. Rodeado de ciertos personajes indeseables e impresentables, reacciona echándole la culpa a los “partidos moribundos” ‒así los llamó‒ de supuestos autoatentados. Un estadista lo haría lamentando la muerte de esas personas, solidarizándose con sus familias, exigiendo una exhaustiva investigación fiscal e instruyendo a la corporación policial para que colabore con el Ministerio Público.

No digo que Bukele haya ordenado el atentado, como tampoco dije que Alfredo Cristiani ordenó la masacre en la universidad jesuita hace más de treinta años. A Cristiani siempre lo señalé como encubridor de primer nivel, para proteger a sus autores intelectuales. Pero tampoco acepto que salten ya ciertos plumíferos, asegurando que el menos interesado en cometer este tipo de crímenes es el partido en el Gobierno y que, en cambio, sus réditos son solo para el partido al cual pertenecían o con el que simpatizaban las víctimas. Conozco muy bien el caso de la masacre en la UCA y ese tipo de declaraciones me recuerdan las que soltó monseñor Romeo Tovar Astorga cuando, siendo integrante de la Comisión presidencial enviada al exterior a “explicar” lo ocurrido, ocupó argumentos similares para responsabilizar al FMLN de tal atrocidad.

Por eso, ahora que la moda gubernamental impuesta es la de negar o anunciar nuevas guerras, vale recordar al gran Monsiváis: “Si no se da la batalla cultural, se puede perder la batalla política”. Agréguenle, además, lo ineludible que resulta potenciar con todo la batalla de la memoria histórica. Si no, perderemos el país.