Enrique Álvarez Córdova, exministro de Agricultura y presidente del Frente Democrático Revolucionario (FDR); Juan Chacón, secretario general del Bloque Popular Revolucionario; Enrique Escobar Barrera, miembro del Movimiento Nacional Revolucionario; Manuel de Jesús Franco, integrante del partido Unión Democrática Nacionalista; Humberto Mendoza, miembro del Movimiento de Liberación Popular; y Doroteo Hernández, dirigente de la Unión de Pobladores de Tugurios. Estos nombres deberían estar grabados en la memoria del pueblo salvadoreño.

¿Quiénes eran? Pues personas que entregaron sus vidas para que El Salvador fuera un país normal, definido por Lanssiers como aquel en el cual no fuese “necesario recurrir al diccionario para aprender el significado de la palabra ‘dignidad’”. Fueron seis seres humanos dignos al enarbolar la bandera de la liberación de unas mayorías populares atadas por las cadenas del hambre, la sangre y la impunidad. Los secuestraron, torturaron y asesinaron el 27 de noviembre de 1980.

A Álvarez Córdova le asestaron doce balazos; a Chacón tres y lo estrangularon, igual que a cuatro de sus compañeros; Escobar Barrera presentaba dos impactos de bala, Franco cuatro y Mendoza dos. Hernández debió haber sido ejecutado con el mismo salvajismo.

De la dirección del FDR se salvaron Leoncio Pichinte y Juan José Martel, hoy convertido en seguidor de los dictados de un Nayib Bukele que se niega a hacer lo debido para esclarecer esta y tantas otras atrocidades atribuidas a los cuerpos represivos de entonces y a los militares.

La Comisión de la Verdad aseguró que “el secuestro de la dirección opositora cerraba las posibilidades de negociación y favorecía las posiciones de confrontación armada”. Ese año, la dictadura ‒disfrazada de “democrática” y “revolucionaria”, con la complicidad de la democracia cristiana‒ asesinó a casi 12 000 personas entre la población civil no combatiente. Víctimas hubo entre los sectores campesino y obrero, magisterial y universitario, sindical y profesional. También socorristas, estudiantes, trabajadoras del servicio doméstico y amas de casa, catequistas, religiosas y religiosos, empleados públicos y privados, comerciantes, periodistas… ¡Hasta el arzobispo de San Salvador, monseñor Óscar Arnulfo Romero, fue inmolado!

Desde entonces, no solo ha corrido mucha agua bajo los puentes; también sangre derramada, en su mayoría, entre la gente siempre asediada y azotada por las muertes lenta y violenta. A esta no le resolvieron sus problemas quienes hicieron la guerra ni cuando la hicieron ni después, pues deshonraron sus compromisos plasmados en los acuerdos que finalizaron la misma. Dentro y fuera del país abundaron los aplausos cuando los firmaron. Digan lo que digan y sin importar quien lo diga, dichos documentos no eran malos en sí mismos; al contrario, eran la “hoja de ruta” para llevar a El Salvador a “buen puerto”. El gran objetivo era pacificarlo mediante su democratización, el respeto irrestricto de los derechos humanos y la unificación de la sociedad.

Pero no. Quienes usurparon la misión de hacer realidad lo pactado, se encargaron de echar al traste ese futuro promisorio y le entregaron las riendas del Gobierno central a quien antes militó en una de las partes firmantes de dichos acuerdos. Cuando perteneció al partido de izquierda, Bukele nunca renegó de estos; ahora sí. Y así, como antes le fallaron al pueblo aquellos que él llama “los mismos de siempre”, nadie despojado de fanatismos ciegos puede asegurar que este no le fallará también. Hay bastantes muestras de ello, anticipando lo que viene.

Entonces, ¿habrá que prepararse para un nuevo desencanto, llorar otra vez sobre la leche derramada o esperar el advenimiento de más iluminados redentores? No, ahora toca aprender de una historia nacional rica en lecciones de lucha creativa desplegada con imaginación, pasión y acción organizada. Para eso sirve el ejemplo de las gestas heroicas en plena dictadura, como la que derrocó a Maximiliano Hernández Martínez o la que puso en jaque a la junta militar de Gobierno el 22 de enero de 1980 con aquella apoteósica manifestación popular, la cual sirvió como escenario para la “presentación en sociedad” de la Coordinadora Revolucionaria de Masas que luego dio paso al surgimiento del FDR.

¿Cómo honrar eficaz y merecidamente la vida de sus dirigentes masacrados hace 40 años? Retomando su ejemplo hoy, para lograr mañana la transformación radical del país en beneficio del pueblo por el cual se sacrificaron.