Este año, entre tanta mortandad pandémica, partieron tres grandes que nos acompañaron para adecentar nuestro país con su canto de justicia y paz. Dicen que Luis Eduardo Aute falleció el 4 de abril a causa del nuevo virus; se fue el día exacto en que se cumplieron veinte años de la firma del Acuerdo de Ginebra, primero en el proceso para terminar el último conflicto bélico. Alejandro Jáuregui, el “Gurí”, y Santiago Suárez ‒pilares del Quinteto Tiempo‒ murieron por otras causas el 1 de octubre y el 16 de diciembre respectivamente. Los tres nos inspiran para echar a volar la imaginación y pensar cómo sería la patria por la que ellos nos escoltaron, con arte, en aquel evento único desarrollado en la posguerra que ‒de 1998 al 2003‒ impulsamos: el Festival Verdad.

Luis Eduardo hubiese querido una patria sin falsos profetas. “Hay demasiados”, dijo, “profesionales de la libertad que hacen del aire bandera, pretexto inútil para respirar”. Antes y después de la confrontación armada han estado metidos en la política malsana, haciendo de nuestra tierra un permanente campo de batalla por el botín tras el cual ‒sin importar su palabrerío‒ han engañado a la gente común y dañado su existencia. ¿Cuál botín? El poder para, así, prolongar el saqueo de país. Lo hicieron y lo seguirán haciendo mientras no reaccionemos y empecemos a creer en el poder, sí, pero de la gente.

Poder. Esa palabra bien utilizada, como verbo y sustantivo, es determinante para cambiar el terrible presente en el cual ‒de nuevo Aute‒ “hay algo en el aire: un fuerte olor a fuego, al fuego de la rabia y de la ira que se revuelve contra la ceniza; […] un fuerte olor a estiércol, estiércol que destila la mentira que respiramos todos cada día; […] un fuerte olor a miedo, a miedo que amenaza en cada esquina a cada pensamiento, a cada vida”. Por eso a El Salvador lo retrataron Alejandro, Santiago y sus hermanos del Quinteto Tiempo, con la letra y música de otro grande: Alfredo Zitarroza. Porque en nuestra tierra dan “tristeza la pobreza y el rencor”; […] pero “dice mi padre que ya llegará desde el fondo del tiempo otro tiempo”, en el cual “el sol brillará sobre un pueblo que él sueña labrando su verde solar”.

De Galo y Miguel Mora Witt se preguntaron y respondieron cómo será la patria venidera. Esa que construiremos con sacrificio y esperanza; adonde viviremos “sin el martirio de ver a la pobreza acechando el alma”, viendo a la niñez jugando “con la guitarra de la alegría”. Pero tenemos que “consagrarnos toda la vida para que no que no anochezca a mitad del día”. La patria, entonces, existirá “sin los puñales que en el pasado hirieron hasta el destino; […] sin la violencia, […] sin los traidores, […] sin la tristeza que nos causaron los sátrapas y opresores”.

En nuestros corazones y en nuestras manos está construir esa morada plena de seguridad humana, dejando atrás las porquerías a las que nos han condenado; superando el engaño facineroso al que nos han sometido hasta hoy esos que en cada campaña electoral se llenan sus politiqueras fauces asumiéndose distintos a los demás, sin dejar de ser más de los mismos que siempre han arruinado la patria; esos que por no cumplir lo acordado en Ginebra hace dos décadas, le dijeron no a la paz. Esos que desde que acabó la guerra hasta la fecha no han respetado irrestrictamente los derechos humanos, no han democratizado el país y han desunido a la sociedad. Lo que hay hoy y viene, sin farsas, no se observa nada promisorio. Por eso, debemos citar a nuestro poeta asesinado hace 45 años.

“El Salvador será ‒anunció Roque Dalton‒ un lindo y (sin exagerar) serio país cuando la clase obrera y el campesinado lo fertilicen, lo peinen, lo talqueen, le curen la goma histórica, lo adecenten, lo reconstituyan y lo echen a andar. El problema es que hoy El Salvador tiene como mil puyas y cien mil desniveles, quinimil callos y algunas postemillas, cánceres, cáscaras, caspas, shuquedades, llagas, fracturas, tembladeras, tufos. Habrá que darle un poco de machete, lija torno, aguarrás, penicilina, baños de asiento, besos, pólvora”.