Hace cuatro años tuvo lugar en Washington D.C. una “Marcha de Mujeres” que comenzó a organizarse el mismo día en que Donald Trump ganó las elecciones, el seis de noviembre del dos mil dieciséis. El evento se llevó a cabo motivado, entre otras razones, por la indignación ciudadana y el repudio colectivo por varias declaraciones filtradas a la prensa, en las que el ahora ex mandatario daba cuenta de su misoginia y su desprecio por las minorías.

La marcha, que congregó a cientos de miles de activistas y ciudadanas, se caracterizó por su colorido, su diversidad y por los mensajes destacados en las pancartas que ahora pueden volver a leerse en los archivos digitales disponibles y que aquí traduzco desde carteles declarando: “Hagamos a América pensar otra vez”, hasta consignas muy populares como “Hombres débiles le temen a mujeres fuertes”, y otra de las más destacadas: “Los derechos de las mujeres son derechos humanos”.

Estos mensajes, complementados por otros en contra del discurso supremacista blanco -que ya comenzaban a aflorar en el espacio público estadounidense-fueron respaldados por miles de mujeres en las principales capitales del mundo, desde Londres o París, hasta en lugares tan lejanos como Finlandia y Kenia. Todas las participantes marcharon hasta la embajada estadounidense haciendo uso de su derecho a la libertad de expresión y a manifestarse públicamente. Y lo hicieron en torno a un denominador común: el llamado a la unidad contra la intolerancia, contra la misoginia y en favor de los derechos humanos, en particular de los migrantes, las mujeres y las minorías.

Estas mujeres que en enero del dos mil diecisiete se expresaron de tal forma estaban prestándole al mundo su voz de alarma frente a la amenaza real del surgimiento de un nuevo fascismo, capaz de arrasar con los logros que la humanidad alcanzó tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, y que aún nos benefician a casi todos. Y es que cada vez que se cometieron delitos contra la humanidad, cada vez que se optó por la guerra, cada vez que se hizo prevalecer la fuerza sobre la razón, fueron las mujeres y las niñas las que llevaron la peor parte. Desde las guerras en la antigua Grecia –ya lo contaban Tucídides y Esquilo- hasta las guerras en la ex Yugoslavia o aún más recientemente en Afganistán, las mujeres han sido consideradas botín de guerra para el bando vencedor, moneda de cambio entre bandos en contienda o servicio logístico para los bandos en combate. Centenares de informes de la ONU dan cuenta de todo ello.

Pero quienes protestan también lo hacen porque existen otras guerras silenciosas, encubiertas o mal disimuladas en el discurso machista de gobernantes como lo fue Trump, lo es aún Vladimir Putín o lo hizo la semana pasada el Congreso de Honduras: se trata del mantenimiento de “guerras domésticas”, que buscan el sometimiento de la mitad de la población mundial, valiéndose de la exclusión, la justificación de la violencia de género (masculino) y la reducción de la mujer al desempeño de su papel reproductor, o de trabajadora doméstica cuyo desempeño ni siquiera es reconocido como verdadera actividad laboral, y que debiera ser una opción, no una obligación.

Las mujeres que protestaron hace cuatro años, las que salieron en todo el territorio estadounidense a guiar a sus conciudadanos el día de las elecciones, las que en medio de la pandemia reivindicaron la vida y los derechos de seres humanos de raza negra, o las trabajadoras de toda Latinoamérica que salieron a trabajar en medio de la pandemia, para poder enviar una remesa a su país de origen, son en su totalidad, las que sostienen aún este mundo castigado por la enfermedad y el autoritarismo de nuevo cuño.

Con todos estos antecedentes y siendo sinceros con nosotros mismos, bien haríamos los hombres en hacerles espacio, en silencio, sin mayor aspaviento, aceptar que nuestro papel en los tiempos que vienen debería ser el de aliados efectivos, no como protagonistas, sino como compañeros y colegas de una causa que aún nos corresponde a todos: salvar a la humanidad de sí misma y de las consecuencias de un tiempo oscuro, en el que tantas generaciones de mujeres se han visto silenciadas, pese a su trabajo, su talento y su compromiso.