Los intelectuales o quienes en público se precian de serlo tienen una responsabilidad con la realidad que los circunda, ya que estos deben dar cuenta, a partir de la observación y del cultivo de la ciencia y de las letras -como los define el Diccionario de la Real Academia- de los acontecimientos y fenómenos cambiantes que configuran el país en el que vivimos y al que influimos por medio de acciones, no importa lo insignificantes que estas sean.

Para cumplir su tarea de “descifrar el mundo”, los intelectuales, ya sea en sus diversas actividades como profesores, periodistas, analistas políticos o como cualquier ciudadano interesado en lo que pasa, se escribe y se dice, tienen como principal fuente de contraste a los hechos que, de forma directa, influyen sobre las diversas concepciones de la realidad. Esta, por supuesto, que puede interpretarse, pero los hechos suelen estar allí, sus efectos e impacto colectivo suele ser contundente, innegable cuando se trata de problemas como la pobreza o la injusticia y al parecer, más opacos cuando del abuso de poder o del estado de la democracia se trata.

Sobre estos dos aspectos quiero hacer referencia, ya que las últimas semanas han sido ricas y variadas en opiniones de intelectuales que, desde programas de entrevistas, tertulias periodísticas y editoriales, han dado su opinión sobre la toma militar de la Asamblea Legislativa el 9 de febrero del año pasado. Ya sea justificando dicha acción o criticándola, pareciera que los hechos, que aún pueden verse desde múltiples sitios virtuales y en reportajes de prensa publicados dentro y fuera del país, aún no están claros para una parte de estos, en particular, para aquellos que son afines políticamente al presidente de la República, quien tuvo la voz y mando el día de los hechos.

Me sorprendió ver a un experto en el tema policial, columnista de diversos medios de prensa escrita, justificando la operación militar de aquel día contra el poder legislativo, alegando las “órdenes legales” que se impartieron, y la ausencia de violación a derechos humanos contra los miembros del parlamento que ahora reclaman por lo ocurrido.

Debiera ser innecesario repetir aquí que los Acuerdos de Paz de Chapultepec, que entre otras instituciones dieron origen a la Policía Nacional Civil y a una verdadera reforma a la doctrina militar de la Fuerza Armada, antepusieron el respeto a los derechos humanos y a la legalidad, sobre la obediencia ciega en la que precisamente se escudaron los principales perpetradores de los peores desmanes y abusos ocurridos en los años de guerra. ¿Cómo un verdadero intelectual puede ignorar los hechos de la historia reciente mientras tergiversa la actualidad para congraciarse con el poder?

Este no es el único caso, hoy por hoy, antiguos expertos en Derecho Constitucional, profesionales que también fueron verdaderos intelectuales, se encargan de preparar y proponer una reforma constitucional a gusto de la presidencia, actuando en contra de las mismas enseñanzas que hace más de veinte o treinta años le impartían a toda una nueva generación que surgía de la guerra, ávida por reconstruir un país basado en la vigencia de un verdadero Estado de Derecho, en el que como decía el Dr. Fabio Castillo: “un órgano legislativo crea las normas, para que el órgano judicial juzgue con base en estas y el órgano ejecutivo les brinde su auxilio para que se obedezcan…”. Amén.

De nuevo, la contradicción entre lo que ocurre y lo que algunos intelectuales expresan al respecto, choca contra lo que Hannah Arendt reconocía como uno de los principales atributos de estos: la imparcialidad, que es la que le permite a una persona juzgar con rectitud lo que por medio de los sentidos puede percibir, y en particular –siempre siguiendo a Arendt- con base a un sexto sentido que sería el llamado “sentido común”.

Todos fuimos testigos del despliegue de soldados y policías el “9F”, todos vimos la gran cantidad de armamento innecesariamente concentrado aquel domingo, vimos a militares que incluso portaban esposas como parte de su equipo personal, como si para realizar arrestos hubieran sido dotados. Todos, o la mayoría de intelectuales saben lo que se dice y lo que no se dice en la Constitución al respecto, pueden definir el principio de legalidad y recordarán lo que escribió Rousseau al respecto. También conocen cuál es el lugar del presidente en una sociedad democrática, entonces: ¿Por qué traicionar su propia naturaleza? ¿Por qué desoír al propio intelecto? ¿Por qué ignorar la realidad?